Se dice que los bebés llegan con
un pan bajo el brazo, pero la pequeña Minitou Jiang Siqi (que fue concebida en
Liyang en 2011) hizo todo lo contrario: nació con una multa en la mano. China
castiga así a quienes se saltan la política de natalidad que restringe a uno el
número de descendientes y Minitou —“frejolito”, como la llaman— era la segunda
de los Jiang. “Con el cambio de la legislación que permite tener dos hijos a
los matrimonios en los que uno de los padres es hijo único —él en este caso—,
ahora no tendríamos que haber pagado nada”, se lamenta su madre, Hu Yen. Pero
la pequeña Jiang vino al mundo el 28 de agosto de 2012, antes de que el Partido
Comunista diese el visto bueno a una reforma que pretende mitigar el peligro
que acarrea el rápido envejecimiento de la población más nutrida del planeta.
La vida de esta niña refleja el
auge de una nueva clase acomodada en la China del siglo XXI. “Éramos
conscientes del importante costo que iba a tener para nosotros saltarnos la
norma, pero no queríamos que nuestra primera hija, Jiang Enqi (cinco años),
creciese sin hermanos”. Los abuelos, además, reconocen que animaron a Hu a
quedarse embarazada de nuevo porque albergaban la esperanza de que a la segunda
llegase un varón. Pero la madre se negó a hacerse las pruebas para determinar
el sexo del feto, una práctica que, a pesar de que China la ilegalizó para
prevenir el infanticidio, se puede llevar a cabo fácilmente en centros
privados. Así, nacen 111 niños por cada 100 niñas y el peculiar desequilibrio
de género se perpetúa. “A nosotros no nos importaba el sexo, pero entre los
mayores sí que ha resultado una pequeña decepción. Incluso me piden que vaya a
por el tercero, pero con dos basta”, se ríe la madre.
El de Hu no fue un parto
complicado, pero los médicos que la asistieron en una pequeña clínica pública
de la localidad de Liyang (en la provincia oriental de Jiangsu) le practicaron
una cesárea. Otra vez. En torno al 80% de los bebés que nacen en la ciudad lo
hacen por este método, que los centros utilizan a menudo porque proporciona mayor
beneficio económico que el parto natural. Aunque en el caso de Hu, la decisión
no tuvo nada que ver con la avaricia. “Lo pedí yo porque tengo terror al
dolor”, justifica la madre que, gracias a sus contactos, consiguió que fuese un
doctor del principal hospital de la ciudad, el Renmin Yiyuan, quien supervisara
su parto.
“Hay grandes diferencias en la calidad
del personal sanitario de China, así que hay que hacer todo lo posible para
conseguir un buen médico”. Eso requiere conocer a la gente adecuada y sacar la
billetera. En total, el nacimiento de Jiang Siqi les costó a los Jiang 2.800
yuanes (360 euros) que pagaron a la clínica y 500 yuanes (65 euros) de una
"gratificación personal" para el médico. Si a eso se le suma la
sanción, cuyo importe se calcula en base a los ingresos de la familia y que los
Jiang prefieren no detallar, el nacimiento de Minitou no ha resultado nada
barato. Ni siquiera para un matrimonio que pertenece a la nueva clase acomodada
del gigante asiático y que tiene éxito con los negocios: él, Jiang Zhigao,
nacido en 1977, es directivo en una empresa que produce suplementos
nutricionales derivados de la miel; y Hu, ocho años menor, es propietaria de
una tienda de productos medicinales chinos especializada en diabéticos.
Sin duda, a la pequeña Siqi, que
pesó cuatro kilos al nacer y ya ha crecido hasta los 13,5, le espera un futuro
brillante. No en vano, según el informe Actitudes Globales 2014 del Pew
Research Center, el 86% de los chinos está convencido de que sus hijos gozarán
de mayor bienestar, frente a un 6% que asegura lo contrario. “China ha cambiado
mucho, y muy rápido”, analiza el padre. “Gracias al desarrollo económico, ahora
tenemos oportunidades con las que nuestros padres jamás habrían soñado, y
nuestros hijos irán un paso más allá porque serán libres”.
Jiang se refiere a la relajación
de las estrictas convenciones sociales que han imperado durante décadas. La
apertura al mundo y la irrupción de elementos propios de las culturas
occidentales han provocado un importante cambio en las nuevas generaciones, que
no sufrieron las miserias de la Revolución Cultural y han vivido siempre una
trayectoria ascendente del PIB. “Nosotros permitiremos a nuestras hijas ser lo
que quieran y tendrán a su disposición todos los medios con los que contemos
para ello. Si quieren ir al extranjero, irán. Y no les forzaremos a casarse, ni
interferiremos en su elección de pareja, ¡incluso un negro nos parecería
bien!”. No en vano, el propio matrimonio de Hu y Jiang es producto de una relación
secreta que comenzó cuando ella todavía no había cumplido la mayoría de edad.
Los padres de ambos, preocupados
porque temían que dejasen los estudios, se opusieron a su noviazgo cuando
trascendió la noticia, pero la pareja continuó viéndose clandestinamente hasta
que se casaron cuando ella cumplió los 23. Enqi nació un año más tarde.
“Entiendo por experiencia propia que no se puede luchar contra los sentimientos
y que los padres tienen que respetar a sus hijos”. Eso sí, Hu reconoce que no
aceptaría que sus niñas sean lesbianas. Al fin y al cabo, es una devota
cristiana que acude a misa todas las semanas en una pequeña iglesia cercana
desde que en 2008 abrazó esa fe, a la que se acercó por unos familiares que
también la profesan. A sus hijas, sin embargo, no las bautizará porque
considera que es una decisión que ellas deben tomar.
“Tampoco buscamos que sean las
mejores en la escuela, sino que estén sanas y sean buenas personas”, explica.
No obstante, el iPad con el que Minitou juega está lleno de aplicaciones
educativas con las que ya aprende el abecedario latino y con las que se adentra
en el insondable mundo de los ideogramas chinos. “La educación es importante y
creo que la tecnología permite proporcionarla de forma divertida. Si, además de
jugar, puede aprender algo, mejor”. Sin duda, salta a la vista que Siqi es
avispada. Es activa, y le encanta jugar, aunque prefiere los aparatos
electrónicos con los que se puede hacer una foto a los juguetes y a las muñecas
descabezadas que aparecen por doquier. A la calle sale poco, porque los padres
temen que pueda pasarle algo y todavía no tiene amigos. Pero disfruta al máximo
de los breves momentos que pasa en el parque infantil de la urbanización en la
que vive, donde corre, salta y se desahoga, rara vez se queja y apenas llora.
“El único problema que nos ha dado es la alergia”, asegura Hu.
De hecho, la madre le dio el
pecho durante el primer mes de vida hasta que descubrieron que Siqi es alérgica
a los lácteos y al marisco. Desde entonces, los Jiang tienen que recurrir a
botes de leche hipoalergénica en polvo que importan desde el Reino Unido. “En
China, desde el escándalo de la melanina, nadie se fía de las marcas locales de
leche para bebé. Ni siquiera de las marcas extranjeras que se fabrican aquí.
Así que se la compramos online a gente que viaja a Europa y que saca un dinero
extra trayendo botes”. Cada uno cuesta la friolera de 270 yuanes (35 euros) por
400 gramos de producto, y Minitou ha llegado a consumir siete al mes. “Era un
gasto muy grande. Afortunadamente, ahora ya come de todo y sólo bebe la leche
dos o tres veces a la semana”.
Minitou se relame con el
chocolate y tiene predilección por los caramelos, pero no le hace ascos a nada.
Chupa las alitas de pollo laqueadas hasta que sólo quedan huesos brillantes, con
los palillos coge hasta el último grano de arroz y mira con curiosidad una
cabeza de pescado hasta que le hinca el diente. Eso sí, cualquier comida en la
que están presentes otros familiares deja en evidencia el exceso de atención
que recibe, una constante que se extiende por todo el país desde que China
aprobó la política de natalidad que ha dado como resultado más 100 millones de
pequeños emperadores, que son mimados por seis adultos a su servicio. En el
caso de Siqi, que roba la atención de todos para disgusto de su celosa hermana
mayor, se suman los cuidados de una niñera que vive con la familia las 24 horas
del día y que se encarga de las labores domésticas y de cuidar a las hermanas a
cambio de 3.500 yuanes (450 euros) mensuales.
Siqi y Enqi se levantan, comen,
juegan y se acuestan con la niñera. Así, su contacto con los padres es mínimo y
el nivel de permisividad del que gozan se refleja en las paredes del
desordenado apartamento que tienen alquilado: no hay una sola que no esté
pintarrajeada hasta el metro de altura, llena de monigotes de colores. Durante
la semana, tanto Hu como Jiang, pasan la mayor parte del día fuera y, cuando
llegan a casa, se desploman en el sofá. Lo último que quieren es dar
directrices a sus hijas. Pero los fines de semana la interacción familiar
tampoco es mucho mayor, un mal común en China que exacerba el choque
generacional. “Queremos tener también nuestra propia vida, y podemos
permitirnos una criada”, justifica la madre.
Pronto, todos podrán tomar un
respiro porque Siqi comenzará a acudir a la guardería. Para entonces, es
posible que la familia ya se haya mudado al chalet adosado de tres plantas que
han adquirido no muy lejos de donde residen ahora y que está en proceso de
redecoración. Es un salto cualitativo que confirma el estelar avance de los
Jiang hacia la consecución del milagro chino. Claro que los padres ya le han
dejado claro a Minitou que en su nuevo hogar tendrá que dar rienda suelta a sus
habilidades artísticas sobre un papel y no en las paredes. “Prefiero el iPad”,
dice “frejolito”.