Como trabajadores de un servicio de una unidad operativa del Ministerio
de Salud Pública, con frecuencia, no
participamos en las tomas de decisiones del nivel central las mismas que suelen
resultarnos ajenas y distantes y de las que tan solo, las más de las veces,
experimentamos sus efectos.
En ese sentido, nos
ilumina poderosamente conocer el destino que se le da a parte de la inversión
económica del estado que ahora hace en salud. Mirar, desde lejos, la creación o
ampliación de hospitales, centros de salud y el equipamiento o potenciación de áreas
hospitalarias ya existentes nos produce una sincera y positiva emoción. También
nos emociona, aunque probablemente no sea este un sentimiento positivo, cuando
le damos una mirada al viejo Enrique Garcés, a ese hospital del sur de la ciudad
de Quito que tiene la costumbre de trabajar sin protestar, cerrando la boca y
apretando los dientes.
Si, en cualquier
momento, hacemos una pequeña revisión de su infraestructura rápidamente nos
viene a la mente el riesgo permanente de colapso de sus cañerías, desagües e
instalaciones eléctricas (que, más de una vez, nos meten un susto). Si accedemos
al área de Emergencia nos constará su enorme sobresaturación de usuarios y así,
por el estilo, si desglosamos a cada uno de los servicios y áreas. En este contexto, un repaso,
aún superficial, de sus cifras, nos sorprenderá con sus niveles de cumplimiento
y con estadísticas equiparables a muchas otras unidades operativas, cotejables (y
a veces con ventaja) inclusive con servicios de salud privados o de la
seguridad social, militar o policial.
En cambio, en lo
personal, con más frecuencia de la que me gustaría experimentar, he sentido la
enorme desmotivación que produce negarse a recibir más niños o embarazos de
alto riesgo (en ocasiones rechazamos a 10 ó 12 niños o gestaciones por día). Esta
dolorosa situación hasta me ha hecho replantear la verdadera motivación y
vocación que me llevó a elegir la Medicina y, después, el cuidado de recién
nacidos no como una profesión ni como una especialidad, sino como una forma de
vida que me marcaría definitivamente y para siempre. En momentos como esos
(pero también después), me viene a la mente una retrospectiva de
mi aventura en este hospital: el pequeñísimo cubil en que empecé a trabajar
hace casi 14 años; la forma en que bregamos con ese proyecto de Hospiplan que
nos adecuó este pequeño lado del ala norte del tercer piso en que trabajamos
ahora y como casi todo el diseño fracasa por la falta de sustento
arquitectónico de la terraza anexa; el proyecto posterior, que nos costó como
dos mil dólares, para readecuar esa misma terraza y ampliar la Unidad (dinero
que conseguimos donado y que, en buen romance, botamos a la basura); los casi
dos años que empleamos diseñando y rediseñando el famoso PMF (Programa Médico
Funcional) para que se apruebe de dientes para afuera, al mismo tiempo en que
se lo desechaba; el dinero que supuestamente existía para esa ampliación
procedente del préstamo de origen chino que se perdió o no se usó a tiempo o
nunca lo hubo (dudo que algún día sepamos que pasó en verdad); la enorme
congestión de la Unidad de Neonatología, con los inminentes riesgos de
infecciones cruzadas por gérmenes multiresistentes, que supera todos los
estándares internacionales y que seguramente hará sonreír a muchos trabajadores
de neonatologías de otras partes del mundo; la llegada sorpresiva de
equipamiento que nunca hemos pedido, cuyas especificaciones técnicas las diseñan
con seguridad en sitios en donde nunca van a manejar a un recién nacido y que
tenemos que aceptar si o si, hasta el punto de obstruir el paso por los
pasillos y corredores de la misma Unidad; los equipos cuyas especificaciones sí
hemos considerado nosotros y que sí hemos pedido (al menos los últimos cuatro
años, como el enfriador cerebral) y que nunca han llegado; la elaboración de
los famosos programas operativos anuales y de compras en los que nos
desgastamos semanas y semanas para que, a la final, se compre con criterios
históricos (en el mejor y supuesto de los casos); nuestro progresivo
envejecimiento en la desgastante actividad administrativa y la aparición, cada
vez más frecuente, de enfermedades (sorderas, lumbalgias, neumonías, estrés) en
los usuarios internos sometidos a un ambiente acústico y lumínico agresivos,
con enormes variaciones térmicas ambientales (se han medido temperaturas entre
12 y 36°C en algunos ambientes de hospitalización de la Neo en el mismo día, en
el curso de pocas horas), sin recirculación de aire y con oclusión de los
corredores de salida para Emergencias (cuyas puertas, por otro lado, no se
abren bien y solo dejan un pequeño espacio para pasar).
En este contexto,
tal vez adivinamos que el enfoque central de las autoridades es descongestionar
al Enrique Garcés por la vía de la edificación de nuevas unidades operativas (maternidad
de Nueva Aurora, Hospital Docente de Calderón) en los extremos de la ciudad o a
través de la repotenciación de una ya existente al norte como el Hospital Pablo
Arturo Suárez. Pero, claro, en el interludio siempre podríamos (mientras
trabajamos) dar una miradita al entorno y preguntarnos, ¿qué hay con el
Enrique? ¿No nos merecíamos la ampliación de la Emergencia, de la Unidad de
Cuidados Intensivos de Adultos, la creación de la Unidad de Trauma para al Sur
de la ciudad, la reubicación del Servicio de Imagen, la reubicación del
Laboratorio Central y la ampliación de la Unidad de Neonatología en un proyecto
grande como aquel en que ya se trabajó y que nadie oficialmente nos ha dado una
explicación delicada y fehaciente de por qué no se hizo y por qué no se va a
hacer?
Mientras esperamos
que la descongestión venga desde afuera, tanto la congestión como la sobresaturación
seguirán al mismo (o peor) ritmo que el agotamiento y desbordamiento del
personal, dejando cundir esa abrumadora sensación de desilusión que ahora
expreso.
Fernando Agama C.
Unidad de Neonatología del HEG,
Quito, 28 de mayo del 2014, 14:29.
Fuente: Servicio de Estadística del HEG.
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