Sayra Zaori (dos años), Dulce
Esmeralda (tres años) y Carlos Uriel (cinco años), con sus padres en una calle
de Ayutla, Oaxaca, sur de México.
Cada día, Sayra se cuelga su
mochila de Spiderman y se “va a la escuela”. En la bolsa de 15 centímetros no
lleva nada salvo (a veces) las llaves de su casa. A sus dos años recién
cumplidos, acompaña a su madre a dejar y recoger a sus hermanos mayores. Corre
un cuarto de hora montaña abajo: carretera, camino, arroyo, colegio. Y de
vuelta. Se hace la ilusión de que, por fin (el curso siguiente), irá a la
escuela. Es la misma ilusión que tenía su mamá 20 años atrás, cuando veía que
sus hermanos emprendían hora y media de ruta a pie para ir a clase y ella se
quedaba preparando tortillas, cuidando pollos, cortando café y buscando agua
para que comieran algo a su regreso. Se hartó y se fue de casa a los 10 años.
Quería a ir a la escuela, pero nunca consiguió estudiar.
Juliana Juan tiene ahora 25 años
y no sabe si sus hijos llegarán a la universidad, pero lo espera. Desea, al
menos, que estudien. Cuanto más tiempo, mejor. “Yo no pude por falta de dinero,
pero ahora, si no vas a la escuela no tienes oportunidades”, afirma mientras
hierve agua en una fogata frente a su casa en un pueblo de 2.000 habitantes con
población mayoritariamente campesina e indígena.
Sayra Zaori es la tercera de tres
hermanos, la última, de momento, de una saga Domínguez Juan que crece en esta
localidad de la sierra de Mixe, donde las montañas chocan con las nubes, la
conexión a internet llegó hace un año y los adultos eligen a sus representantes
comunitarios a mano alzada. “Sí, queríamos tres niños”, dice Juan, que ahora
lleva un DIU y viste jersey y pantalón, “mi esposo quería otro, pero con la
falta de dinero, no podemos tener más”. El abandono paulatino de la agricultura
por trabajos más estables y un primer intento de inculcar la planificación
muestran aquí una brecha generacional donde la mayoría de familias viven de lo
que les da el campo.
La falta de dinero lo marca todo
en la familia. Reúnen entre 3.000 y 4.000 pesos al mes (unos 200 euros) entre
lo que sacan el padre y la madre. Marciano Domínguez (32 años) es carnicero de
profesión pero últimamente solo consigue trabajos esporádicos, casi siempre en
el campo, de donde a veces vuelve con verduras para cenar. Juan está en casa,
cuida de vez en cuando el bebé de una maestra y vende lo que encuentra en el
mercado del pueblo los domingos: ropa usada que le manda su hermana del Distrito
Federal u objetos que ella misma produce con materiales reciclados: “Las flores
de palo se venden bien porque como no hay que regarlas, duran mucho”, celebra.
Desde que sus manos se lo
permiten, los niños contribuyen a la economía familiar. Carlos Uriel, de cinco
años, el primogénito, los fines de semana y las vacaciones acompaña a su papá
al campo: “Desde que cumplió cinco lo mandamos a cuidar chivos, limpia, barre,
acumula leña… si no va, se queda conmigo, pero lo pongo a trabajar. Ahorita hay
niños que no hacen nada, no los ponen a hacer nada y no saben hacer nada”. Él
sabe cómo calmar a su hermana pequeña cuando llora y saca la libreta de tareas
después de comer para dejar los deberes hechos ya el viernes por la tarde. Le gusta
mucho la escuela y, de mayor, quiere ser albañil y comprarse un celular y un
terrenito donde construir una casa más grande que la que tienen sus padres.
“Cuando se porta mal, le digo que lo voy a sacar de la escuela y lo voy a
mandar con su papá, chilla”, cuenta Juan, orgullosa de que a sus niños les
guste tanto estudiar.
Según estadísticas oficiales, en
México, uno de cada ocho menores del país trabaja y de esos ocho, uno tiene
menos de 13 años.
Juliana Juan dio a luz por
primera vez a los 20 años, una edad razonable en una zona donde muchas mujeres
quedan encintas en la adolescencia. Su segundo parto, el de Dulce Esmeralda,
ahora de tres años, fue en la casa. “No me dio tiempo a llegar… ¡ni dolores me
dio!”, exclama. Este tipo de partos imprevistos y apresurados, incluso en la
calle, de camino al hospital o en una sala de espera por falta de atención médica,
son habituales en México.
El 29 de octubre del 2012 llegó la
tercera. Ella nació en el Hospital de Tamazulápam del Espíritu Santo, una localidad
a dos kilómetros de Ayutla y pesó 3.950 gramos. Después de 24 horas de
observación luego del parto, no volvió a pisar ese hospital. Nunca ha padecido
una enfermedad grave y, cuando tiene alguna “gripita”, la llevan al centro de
salud del pueblo, pero no siempre la puede ver el médico. “A veces le dan algún
medicamento, no más. Otras, nos dicen que no volvamos porque tienen demasiada
gente o porque se acabó el horario”, sonríe la madre. Enciende la radio y suena
un disco alegre de un cantante de Ayutla que la hace bailar con su niña, de
ojos grandes, negros y una sonrisa que cepilla dos veces al día.
En Ayutla no hay pediatras. El
mismo médico se encarga de rellenar una cartilla en la que constan seis visitas
para controlar el peso: cinco kilos y medio a los dos meses, seis a los cuatro,
seis y medio a los seis… 11,5 kilos en su última revisión (mayo del 2014). El
médico califica de “normal” la evolución del peso del bebé, que tiene al día
sus vacunas.
La casa donde viven se la
compraron a plazos hace dos años y la siguen pagando. Es un cubículo de cinco
metros por dos, con una tabla de madera y varios cartones por ventana a la que
añadieron, con maderas, una segunda estancia donde tienen la cocina. El baño
está fuera de la casa, tiene las paredes de hojalata y unos cubos de agua
helada para tirar de la cadena. Los niños llevan doble pantalón, forro y, para
dormir, se cubren con varias mantas pese a que los cinco comparten dos camas en
un cuarto donde solo sobra espacio para un armario (en Ayutla nieva entre
noviembre y marzo).
Después de un año de lactancia,
Sayra desayuna café y hierbitas, como llama su madre a la mortaza, un vegetal
comestible que crece en el campo. Juan prepara durante la mañana sopa de tomate
con pasta que sus hijos toman la tarde y la noche. Antes de ir a dormir, un
vaso de leche, si hay: “Está bien cara”, se queja su madre. Frijol, arroz y
tortillas de maíz completan una dieta en la que la carne es un invitado de
honor: “Nosotros no llegamos y comemos pollo. Solo cuando al papá le va bien.
Igual una vez al mes, o más…”, explica. Las verduras que le regalan sus padres,
agricultores en un rancho a unos kilómetros, le permiten preparar una cena más
rica de vez en cuando. Ahora tiene naranjas y chayotes que aguantan desde la
semana anterior. A la vuelta del paseo al colegio, sin embargo, Sayra se queda
dormida sin comer.
Juega con el trapo de su madre,
se sienta en una silla de latas recicladas y orina aún en el pañal. Balbucea
palabras como “mamá”, “papá”, “agua” y “cola” y algunas más en mixe, la lengua
indígena que se habla en la zona y la única que habla su abuela. Sayra hablará
mixe, asegura su madre, pero la nueva generación pone cada vez más obstáculos
para aprender el idioma local y sus sueños se alejan de un modelo de vida
tradicional dependiente de la naturaleza.
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