martes, 3 de febrero de 2015

Historias de Niños III

Sayra Zaori (dos años), Dulce Esmeralda (tres años) y Carlos Uriel (cinco años), con sus padres en una calle de Ayutla, Oaxaca, sur de México.

Cada día, Sayra se cuelga su mochila de Spiderman y se “va a la escuela”. En la bolsa de 15 centímetros no lleva nada salvo (a veces) las llaves de su casa. A sus dos años recién cumplidos, acompaña a su madre a dejar y recoger a sus hermanos mayores. Corre un cuarto de hora montaña abajo: carretera, camino, arroyo, colegio. Y de vuelta. Se hace la ilusión de que, por fin (el curso siguiente), irá a la escuela. Es la misma ilusión que tenía su mamá 20 años atrás, cuando veía que sus hermanos emprendían hora y media de ruta a pie para ir a clase y ella se quedaba preparando tortillas, cuidando pollos, cortando café y buscando agua para que comieran algo a su regreso. Se hartó y se fue de casa a los 10 años. Quería a ir a la escuela, pero nunca consiguió estudiar.

Juliana Juan tiene ahora 25 años y no sabe si sus hijos llegarán a la universidad, pero lo espera. Desea, al menos, que estudien. Cuanto más tiempo, mejor. “Yo no pude por falta de dinero, pero ahora, si no vas a la escuela no tienes oportunidades”, afirma mientras hierve agua en una fogata frente a su casa en un pueblo de 2.000 habitantes con población mayoritariamente campesina e indígena.

Sayra Zaori es la tercera de tres hermanos, la última, de momento, de una saga Domínguez Juan que crece en esta localidad de la sierra de Mixe, donde las montañas chocan con las nubes, la conexión a internet llegó hace un año y los adultos eligen a sus representantes comunitarios a mano alzada. “Sí, queríamos tres niños”, dice Juan, que ahora lleva un DIU y viste jersey y pantalón, “mi esposo quería otro, pero con la falta de dinero, no podemos tener más”. El abandono paulatino de la agricultura por trabajos más estables y un primer intento de inculcar la planificación muestran aquí una brecha generacional donde la mayoría de familias viven de lo que les da el campo.

La falta de dinero lo marca todo en la familia. Reúnen entre 3.000 y 4.000 pesos al mes (unos 200 euros) entre lo que sacan el padre y la madre. Marciano Domínguez (32 años) es carnicero de profesión pero últimamente solo consigue trabajos esporádicos, casi siempre en el campo, de donde a veces vuelve con verduras para cenar. Juan está en casa, cuida de vez en cuando el bebé de una maestra y vende lo que encuentra en el mercado del pueblo los domingos: ropa usada que le manda su hermana del Distrito Federal u objetos que ella misma produce con materiales reciclados: “Las flores de palo se venden bien porque como no hay que regarlas, duran mucho”, celebra.

Desde que sus manos se lo permiten, los niños contribuyen a la economía familiar. Carlos Uriel, de cinco años, el primogénito, los fines de semana y las vacaciones acompaña a su papá al campo: “Desde que cumplió cinco lo mandamos a cuidar chivos, limpia, barre, acumula leña… si no va, se queda conmigo, pero lo pongo a trabajar. Ahorita hay niños que no hacen nada, no los ponen a hacer nada y no saben hacer nada”. Él sabe cómo calmar a su hermana pequeña cuando llora y saca la libreta de tareas después de comer para dejar los deberes hechos ya el viernes por la tarde. Le gusta mucho la escuela y, de mayor, quiere ser albañil y comprarse un celular y un terrenito donde construir una casa más grande que la que tienen sus padres. “Cuando se porta mal, le digo que lo voy a sacar de la escuela y lo voy a mandar con su papá, chilla”, cuenta Juan, orgullosa de que a sus niños les guste tanto estudiar. 

Según estadísticas oficiales, en México, uno de cada ocho menores del país trabaja y de esos ocho, uno tiene menos de 13 años.

Juliana Juan dio a luz por primera vez a los 20 años, una edad razonable en una zona donde muchas mujeres quedan encintas en la adolescencia. Su segundo parto, el de Dulce Esmeralda, ahora de tres años, fue en la casa. “No me dio tiempo a llegar… ¡ni dolores me dio!”, exclama. Este tipo de partos imprevistos y apresurados, incluso en la calle, de camino al hospital o en una sala de espera por falta de atención médica, son habituales en México.

El 29 de octubre del 2012 llegó la tercera. Ella nació en el Hospital de Tamazulápam del Espíritu Santo, una localidad a dos kilómetros de Ayutla y pesó 3.950 gramos. Después de 24 horas de observación luego del parto, no volvió a pisar ese hospital. Nunca ha padecido una enfermedad grave y, cuando tiene alguna “gripita”, la llevan al centro de salud del pueblo, pero no siempre la puede ver el médico. “A veces le dan algún medicamento, no más. Otras, nos dicen que no volvamos porque tienen demasiada gente o porque se acabó el horario”, sonríe la madre. Enciende la radio y suena un disco alegre de un cantante de Ayutla que la hace bailar con su niña, de ojos grandes, negros y una sonrisa que cepilla dos veces al día.

En Ayutla no hay pediatras. El mismo médico se encarga de rellenar una cartilla en la que constan seis visitas para controlar el peso: cinco kilos y medio a los dos meses, seis a los cuatro, seis y medio a los seis… 11,5 kilos en su última revisión (mayo del 2014). El médico califica de “normal” la evolución del peso del bebé, que tiene al día sus vacunas.

La casa donde viven se la compraron a plazos hace dos años y la siguen pagando. Es un cubículo de cinco metros por dos, con una tabla de madera y varios cartones por ventana a la que añadieron, con maderas, una segunda estancia donde tienen la cocina. El baño está fuera de la casa, tiene las paredes de hojalata y unos cubos de agua helada para tirar de la cadena. Los niños llevan doble pantalón, forro y, para dormir, se cubren con varias mantas pese a que los cinco comparten dos camas en un cuarto donde solo sobra espacio para un armario (en Ayutla nieva entre noviembre y marzo).

Después de un año de lactancia, Sayra desayuna café y hierbitas, como llama su madre a la mortaza, un vegetal comestible que crece en el campo. Juan prepara durante la mañana sopa de tomate con pasta que sus hijos toman la tarde y la noche. Antes de ir a dormir, un vaso de leche, si hay: “Está bien cara”, se queja su madre. Frijol, arroz y tortillas de maíz completan una dieta en la que la carne es un invitado de honor: “Nosotros no llegamos y comemos pollo. Solo cuando al papá le va bien. Igual una vez al mes, o más…”, explica. Las verduras que le regalan sus padres, agricultores en un rancho a unos kilómetros, le permiten preparar una cena más rica de vez en cuando. Ahora tiene naranjas y chayotes que aguantan desde la semana anterior. A la vuelta del paseo al colegio, sin embargo, Sayra se queda dormida sin comer.

Juega con el trapo de su madre, se sienta en una silla de latas recicladas y orina aún en el pañal. Balbucea palabras como “mamá”, “papá”, “agua” y “cola” y algunas más en mixe, la lengua indígena que se habla en la zona y la única que habla su abuela. Sayra hablará mixe, asegura su madre, pero la nueva generación pone cada vez más obstáculos para aprender el idioma local y sus sueños se alejan de un modelo de vida tradicional dependiente de la naturaleza.


FUENTE: http://elpais.com/elpais/2015/01/12/planeta_futuro/1421081711_078865.html

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