Tamou, la madre de Mohamid,
observa a su bebé que, con 42 días de vida, duerme en una incubadora cuando
todavía debería estar en el útero materno. Nació a las 27 semanas de gestación,
12 antes de lo previsto.
Yaiza está de parto. Empezó a
notar contracciones a primera hora de la mañana y a las ocho ya estaba en el
hospital. A medio día todavía espera, semitumbada en una de las camas de la
maternidad de La Paz de Madrid, a que su hija Julia llegue al mundo. La
anestesia epidural ha hecho su efecto y no siente dolor. “Sin ella, a estas
alturas, estaría gritando”, asegura Pilar Ferreiro, una de las matronas,
mientras le da un vaso de agua a la parturienta que apenas está un poco
despeinada y sudorosa. “Me encuentro bien”, dice la joven, alérgica al látex,
como indica un cartel pegado en la pared de la habitación que solo comparte con
el futuro padre y una cuna vacía que espera a la nueva inquilina.
El proceso transcurre según lo previsible. “Pero si hubiera cualquier signo de alarma, las enfermeras avisarían al ginecólogo”, apunta José Luis Bartha, Jefe del Servicio de Obstetricia y Ginecología de este hospital, referencia en España para atender los embarazos y alumbramientos de riesgo. En una sala, en mitad del pasillo de la planta en la que se encuentra la habitación de Yaiza, las matronas vigilan las pantallas donde se dibujan las constantes vitales de las ingresadas y los fetos. “Y, como no siempre podemos estar mirando los monitores, hay un aviso sonoro que salta en caso de que algún parámetro se salga de lo normal”, apunta Ferreiro. “Además, ellas tienen un intercomunicador por si quieren llamarnos”, señala el timbre. Siempre hay tres enfermeras preparto, cuatro matronas y tres ginecólogos en el servicio para que cada parto termine bien.
“La mujer puede dar a luz sola,
pero no es lo ideal”, afirma Bartha, acostumbrado a ver complicaciones durante
el embarazo y el alumbramiento que, sin la asistencia de profesionales
cualificados y el material adecuado, acabarían en el fallecimiento de muchas de
las criaturas o sus madres. El personal y los medios con los que cuenta la
maternidad de este centro explican los ínfimos índices de mortalidad materna y
perinatal a pesar de que recibe los casos de mayor riesgo del país. Según los
datos aportados por el responsable, apenas una mujer por cada 100.000 nacidos
vivos no supera el parto y solo seis de cada 1.000 bebés mueren durante, o poco
después, del alumbramiento. Unas cifras muy bajas si las comparamos con las de
Sudán del Sur, el país con las peores estadísticas según la ONU (2.054 madres
muertas por cada 100.000 nacimientos y una mortalidad infantil de 72 por cada
1.000).
También las tasas de dolencias
relacionadas con los alumbramientos en condiciones poco seguras son muy
reducidas, indica el obstetra. “Problemas como la fístula, muy comunes en
países en desarrollo, apenas se dan aquí”, asegura.
El de Yaiza es uno de los 5.607
partos que se atendieron en La Paz en 2014. Como ella, el 85% de las mujeres
pide que les pongan la epidural para no sentir dolor. Por protocolo de
seguridad, todas son monitorizadas para vigilar sus constantes y el bienestar
del feto. “Algunas están así una hora. Otras, 12”, comenta Ferreiro mientras
muestra a la joven cómo debe respirar y sujetarse a la cama para empujar cuando
llegue el momento. "Cuando el bebé está a punto de salir, llamamos al
ginecólogo y el enfermero especializado", abunda.
Junto a la cama, una cuna con
ropa de bebé sobre ella espera a su nueva ocupante. “Aquí está el oxígeno,
tenemos una toma de vacío para aspirar, la cánula por si hay que entubarle…”,
enumera Ferreiro mientras señala el material y las máquinas con las que está
más que familiarizada tras 25 años trabajando como matrona.
Si el parto se paraliza
(distocia), explica Bartha, se induce el alumbramiento mediante la
administración de oxitocina. Si la inyección extra de esta hormona tampoco
consigue su efecto, se realiza una cesárea. Una intervención que, en La Paz, se
efectúa en el 25% de los casos, levemente por encima de la media española (en
torno al 22% en la red de hospitales públicos) y 10 puntos superior a la tasa
recomendada como máxima por la OMS (15%). “Es un porcentaje elevado, pero hay
que tener en cuenta que somos la referencia para los casos más complicados”,
apostilla Bartha.
Uno de esos partos difíciles fue
el de Beatriz. Martina nació por cesárea porque venía con los pies por delante
“y no se daba la vuelta”, dice la madre risueña mientras mira a la pequeña
enganchada en su pecho derecho. “Si no fuera por Charo, no comes”, le dice. Se
refiere a Rosario Blanco, enfermera de la unidad de puerperio en la planta 11.
“Aquí les hacemos un caso especial”, dice con ternura mientras mira la escena.
Lo dice porque ella y sus compañeras son el equipo encargado de atender a los
nacidos por cesárea y a sus progenitores. “Si el bebé está bien, le adjudicamos
un cuna y, mientras la mamá está en la sala de reanimación tras la
intervención, el papá hace piel con piel con su hijo. Después, les enseñamos a
cambiar el pañal y a dar de comer a la criatura según el tipo de lactancia que
hayan escogido. Si se decantan por la materna, les tienen que dar la leche con
una jeringuilla para que luego cojan bien el pecho”, abunda.
Con las madres, el trabajo es
distinto. Normalmente, se centra en resolver sus dudas, sobre todo si son
primerizas como Beatriz y darles pautas para amamantar correctamente. Durante
los dos o tres días que madre e hijo permanecen ingresados tras el parto, las
enfermeras controlan que los bebés coman bien, su peso, su nivel de glucosa,
cuánto duermen, si vomitan… A Blanco no le hace falta mirar ni un papel para
enumerar los datos básicos de Martina: “Mide 47 centímetros y pesa tres kilos y
cien gramos”. Todos los parámetros de salud están correctos y el padre, Rubén,
ya tiene todo preparado para abandonar el hospital mientras se deshace en
agradecimientos hacia el personal. Con todo, una matrona visitará en los
próximos días a la familia. Y ellos podrán volver a La Paz cuando quieran para
la escuela de padres que ha creado el centro.
Quien no puede marcharse todavía
del hospital es Tamou, originaria de Marruecos y residente en España desde hace
10 años. Su hijo, Mohamid, de 42 días de vida, está ingresado en la Unidad de
Cuidados Intensivos de Neonatos (UCIN). El pequeño llegó al mundo con tan solo
27 semanas de gestación (con 12 de adelanto) en el Hospital Infanta Sofía, en
la localidad de San Sebastián de los Reyes, al norte de la capital. “Pero como
vino prematuro, nos trajeron aquí en ambulancia ese mismo día”, recuerda la
madre mientras observa al crío que duerme dentro de su incubadora, adornada con
un dibujo de su hermano mayor, de ocho años.
“Llevaba tres abortos y él ha
nacido demasiado pronto”. Con seis semanas de vida, Mohamid todavía debería
estar protegido dentro del útero materno. A falta de ese cobijo, la incubadora le
resguarda, los profesionales de La Paz vigilan que respire y se alimente
adecuadamente y su madre le transmite calor corporal y tranquilidad durante
unas horas al día mediante el método canguro, que no es otra cosa que
mantenerlo abrazado en su pecho en contacto con su piel. Porque la medicina
ayuda (y mucho), pero no sustituye.
FUENTE: http://elpais.com/elpais/2015/01/14/album/1421236438_301508.html#1421236438_301508_1421240770
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