Los científicos estadounidenses
Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young han ganado el premio
Nobel de Medicina de 2017, "por sus descubrimientos de los mecanismos
moleculares que controlan el ritmo circadiano", según el jurado del
Instituto Karolinska de Estocolmo, responsable del galardón. El premio está
dotado con nueve millones de coronas suecas, unos 940.000 euros.
Gracias en parte a su trabajo,
hoy se sabe que los seres vivos portan en sus células un reloj interno,
sincronizado con las vueltas de 24 horas que da el planeta Tierra. Muchos
fenómenos biológicos, como el sueño, ocurren rítmicamente alrededor de la misma
hora del día, gracias a este reloj interior. Su existencia fue sugerida hace
siglos. En 1729, el astrónomo francés Jean-Jacques d'Ortous de Mairan observó
el caso de las mimosas, unas plantas cuyas hojas se abren durante el día hacia
la luz del Sol y se cierran al atardecer. El investigador descubrió que este
ciclo se repetía incluso en una habitación a oscuras, lo que sugería la existencia
de un mecanismo interno.
En 1971, Seymour Benzer y su
estudiante Ronald Konopka, del Instituto de Tecnología de California, dieron un
salto trascendental en la investigación. Cogieron moscas del vinagre e
indujeron mutaciones en su descendencia con sustancias químicas. Algunas de
estas nuevas moscas presentaban alteraciones en su ciclo normal de 24 horas. En
unas era más corto y en otras era más largo, pero en todas ellas estas
perturbaciones se asociaban a mutaciones en un solo gen. El descubrimiento
podría haber merecido el Nobel, pero Benzer murió en 2007, a los 86 años, por
una apoplejía. Y Konopka falleció en 2015, a los 68 años, de un ataque al
corazón.
El Nobel, finalmente, se lo han
llevado Hall (Nueva York, 1945), Rosbash (Kansas City, 1944) y Young (Miami,
1949). Los tres utilizaron más moscas en 1984 para aislar aquel gen, bautizado
"periodo" y asociado al control del ritmo biológico normal.
Posteriormente, revelaron que este gen y otros se autorregulan a través de sus
propios productos —diferentes proteínas— generando oscilaciones de unas 24
horas. Fue “un cambio de paradigma”, en palabras del neurocientífico argentino
Carlos Ibáñez, del Instituto Karolinska. Cada célula tenía un reloj interno
autorregulado.
La comunidad científica ha
constatado desde entonces la importancia de este mecanismo en la salud humana.
Este reloj interior está implicado en la regulación del sueño, en la liberación
de hormonas, en el comportamiento alimentario e incluso en la presión sanguínea
y la temperatura corporal. Si, como ocurre en las personas que trabajan en
turnos de noche, el ritmo de vida no sigue este guión interno, puede aumentar
el riesgo de sufrir diferentes enfermedades, como el cáncer y algunos
trastornos neurodegenerativos, según destaca Ibáñez.
“El sueño es vital para la
función cerebral normal. Las disfunciones circadianas se han vinculado a
trastornos del sueño, a depresiones, al trastorno bipolar, a la función
cognitiva, a la formación de la memoria y a algunas enfermedades neurológicas”,
añade el neurocientífico del Karolinska. El síndrome del cambio rápido de zona
horaria, más conocido como jet lag, es una muestra clara de la importancia de
este reloj interno y de sus desajustes.
El investigador del Karolinska
pone un ejemplo con un ciclo de 24 horas, en el que el reloj interno anticipa y
adapta la fisiología del organismo a las diferentes fases del día. Si la
jornada comienza con sueño profundo y una temperatura corporal baja, la
liberación de cortisol al amanecer aumenta el azúcar en sangre. El cuerpo
prepara sus energías para afrontar el día. Cuando cae la noche, con un pico de
presión sanguínea, se segrega melatonina, una hormona vinculada al sueño.
Estos ritmos internos se conocen
como circadianos por las palabras latinas circa, alrededor, y dies, día. La
comunidad científica sabe ahora que estos guiones moleculares “alrededor del
día” surgieron muy pronto en los seres vivos y se conservaron a lo largo de su
evolución. Existen tanto en formas de vida de una sola célula como en
organismos multicelulares, como hongos, plantas, animales y seres humanos.
En el momento de su
descubrimiento, Hall y Rosbash trabajaban en la Universidad Brandeis, en
Waltham, y Young investigaba en la Universidad Rockefeller, en Nueva York.
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