Discurso de Aceptación del Premio
Nobel de Literatura
Estocolmo, 08 de diciembre de
1982
Antonio Pigafetta, un navegante
florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin
embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con
el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las
espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una
cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula,
cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer
nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que
aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en
el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni
mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos
tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro
país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años,
cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de
la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró
durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros
se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron.
Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil
mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco
para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde,
durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en
tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este
delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo.
Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era
viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un
metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio
español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de
Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales
magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los
Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza
de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano
Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar
si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado
público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general
Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una
estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas
insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su
palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas,
han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales
de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres
históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido
un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en
llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y
la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador
luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América
Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos
morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa
occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi
los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes
de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus
hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por
las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la
cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones
hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su
población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha
perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que
se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta
realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es
la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos
entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de
sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para
interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son
iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y
sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra
realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más
desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa
venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si
recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y
otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de
incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la
historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos
deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa
con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes
a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a
cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las
ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur
apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los
europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria
grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su
manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos
solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que
asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene
por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios
de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la
navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa,
parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada
tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo
latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la
opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los
diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las
guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la
ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera:
cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de
vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva
York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre
éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos
han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien
veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la
totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro
William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del
hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora
que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los
inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer
que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía
contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir
por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea
posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad
tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras
de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos
de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano
celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus
nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también
como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro
honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como
una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que
hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya
única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la
incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me
interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las
verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el
sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera
tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha
sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una
vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el
inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está
visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y
alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del
Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan
milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de
Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria
nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de
la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y
repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato
siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la
poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus
virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes
de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad,
como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso
que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras
Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de
la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
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