Por TODD PITMAN,
Associated Press
16 de noviembre de 2013.
16 de noviembre de 2013.
TACLOBAN, Filipinas - Althea Mustacisa nació el día miércoles 6 de
noviembre de 2013, justo luego de la llegada del tifón Haiyan (conocido también
como supertifón Haiyan) que arrasó el este de Filipinas y ha sido el más
mortífero de toda su historia, habiendo matado a aproximadamente 6.200 personas
sólo en el este del país. El 7 de noviembre de 2013, la Agencia Meteorológica del
Japón pudo medir sus vientos en 315 km/h (195 mph) considerándolo,
extraoficialmente, como el más intenso jamás observado en términos de velocidad
del viento.
La niña Althea todavía estaba viva el día sábado 9 de noviembre
porque sus padres se turnaban para administrarle ventilación con presión positiva y oxígeno con un AMBU
desde que nació. "Si se detienen, la bebé va a morir", dijo Amie Sia,
una enfermera del Hospital Visayas Oriental Regional Medical Center, en la
ciudad de Tacloban, que trabaja sin electricidad y con poco personal o
suministros médicos. "Ella no puede respirar sin ellos. Ella no puede respirar
por sí misma ", dijo Sia. "La única señal de vida que esta niña
muestra es el latido de su corazón".
Más de una semana después que el tifón Haiyan aniquilara una vasta franja
de Filipinas, matando a miles de personas, las secuelas de la tormenta seguían
reclamando víctimas -y Althea podía ser la próxima.
El 8 de noviembre de 2013 el tifón destruyó la planta baja del edificio hospitalario
de dos pisos que se inundó y cuya Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales (UCIN)
quedó cubierta de barro. La maquinaria de salvamento consiguió rescatar una única
incubadora sucia con la mezcla de agua y barro. A medida que la tormenta
golpeaba, el personal llevó a 20 bebés desde la UCIN a la pequeña capilla que
se ve en la foto de arriba, colocándolos de tres a cuatro por canasto.
Todos los bebés sobrevivieron a la tormenta misma. Pero seis niños murieron
después "porque nos falta equipo médico vital que fue destruido",
dijo el médico a cargo, el Dr. Leslie Rosario.
Althea nació justo cuando el tifón destrozaba la casa de su familia, pesó
5,84 libras, pero era incapaz de respirar por si sola. Cuando fue trasladada de
urgencia al hospital, los médicos le practicaron Resucitación Cardio Pulmonar (RCP) y, desde entonces, sus
padres la han estado ventilando manualmente. Los médicos dijeron que la
tormenta no había sido un factor en sus problemas, ya que no nació prematura y
señalaron que el control prenatal insuficiente muy probablemente complicó el
embarazo de la madre de 18 años de edad. Aun así, existía una buena oportunidad
de salvar a Althea si el hospital hubiese tenido electricidad para hacer
funcionar un ventilador mecánico, la incubadora y otros equipos.
Hasta el sábado 9 de noviembre, la improvisada sala en la capilla no tenía
luz, excepto la proveniente de las velas. Ese día, una pequeña bombilla
fluorescente unida a un generador diésel fue colgada en medio de la sala donde
unos paquetes de pañales se amontonaban en el altar, debajo de una imagen de
Jesús. En el suelo se podían ver unas cuantas cajas de los únicos suministros
médicos: agua para líquidos intravenosos, jeringas y un puñado de antibióticos.
El hospital también carecía de mano de obra. En la clínica neonatal sólo 3 de cada 16 funcionarios seguían trabajando, dijo Rosario. El resto nunca
se reportó después de la tormenta. El Departamento de Salud de Filipinas envió
dos enfermeras de Manila para ayudar.
Las ventanas de la capilla del hospital estaban totalmente destrozadas y
pronto la sala se llenó con 24 bebés -cinco en estado crítico, el resto con
fiebre u otras dolencias. Muchos eran prematuros. Sus madres también estaban
ahí, apoyadas en 28 filas de bancos de madera. Tres de ellas sostenían los
fluidos intravenosos. Nanette Salutan (de 40 años) era una de ellas. Dijo que
sus contracciones de parto empezaron justo cuando los vientos comenzaron a
aullar. Después de la tormenta, salió de su casa y caminó hasta el hospital con
su esposo, un recorrido de unas ocho horas entre escombros y con agua putrefacta
hasta la altura de la cintura. "Todo lo que podía pensar era que quería
que mi bebé sobreviviese", dijo. Su hijo, Bernard, nació esa noche -a
las 2:13 am, pesó 5,73 libras pero no lloró. Él no estaba respirando. Los
médicos le realizaron RCP y pusieron tubos con oxígeno en
su nariz. El bebé estaba todavía tan débil que tenía que ser alimentado por una
jeringa conectada a un tubo pegado a su boca.
Rosario dijo que Bernard tenía una decente posibilidad de sobrevivir. Pero
el pronóstico de Althea, en cambio, no era bueno. En un momento espeluznante
para todos los presentes, su cuerpo se volvió azul y su respiración se hizo más
trabajosa. Los médicos se apresuraron a conectarle una aguja intravenosa en el
remanente de su cordón umbilical -el de la muñeca había estado allí demasiado
tiempo para ser eficaz, dijeron. Poco a poco, la vida parecía fluir de nuevo en
su pequeño cuerpo. "Si tuviéramos un ventilador, es posible que ella
pudiese vivir", dijo Sia. "Pero en este momento ella está muy enferma
y no creo que lo pueda hacer".
Mientras hablaba, la madre de Althea, Genia Mae Mustacisa, se inclinó
sobre su bebé, le acarició la frente y la besó. Metódicamente, ella apretó la
bolsa del AMBU de goma verde unida al tanque de oxígeno lentamente, una y otra
vez, cada pocos segundos, al igual que su marido lo había hecho durante media
hora antes. "Está bien", susurró ella, las lágrimas corrían por sus
mejillas. "Te quiero tanto. Pase lo que pase, te quiero tanto".
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