domingo, 16 de agosto de 2009

La NEO está así de saturada

























Se impone la remodelación/ampliación. Ya no nos damos abasto. Ojalá las autoridades del nivel central se den cuenta de esta imperiosa necesidad.

jueves, 13 de agosto de 2009

Quizás estas reflexiones nos puedan ayudar en estos momentos

CUANDO UN RECIÉN NACIDO MUERE

Revista Ciencia, 1(6):116-121, 1998

Revisión Bibliográfica

Dr. Fernando Agama Cuenca *,
Dr. Pablo Sánchez Gómez ** y
Dr. Danilo Espinoza ***


* Médico Pediatra.
** Médico General
*** Médico Rural


RESUMEN

En esta revisión bibliográfica se hace una aproximación a las manifestaciones emocionales y clínicas de la aflicción en los padres, en el entorno familiar y en el personal que trató, en último término, a un recién nacido que ha fallecido. Se describen algunos de los fenómenos psicológicos que explican los intrincados mecanismos internos del duelo, así como algunas de sus expresiones externas, tanto en los afectados directamente como en quienes estuvieron relacionados de algún modo con los dolientes y con los sucesos. También se proporcionan algunas sugerencias para el seguimiento individual de estas familias, se dan orientaciones a los padres con respecto a la planificación de sus vidas a partir de ese fallecimiento y se hacen recomendaciones para el personal médico que habitualmente se enfrenta con estos eventos.

PALABRAS CLAVE: Recién nacido, duelo, padres, familia, amigos, personal médico


PREÁMBULO

La muerte de un recién nacido representa una tragedia personal con hondas repercusiones en la pareja, su ámbito familiar, amigos e inclusive el personal encargado de la recepción, manejo y tratamiento de ese bebé (1); consecuencias tan intensas que hasta pueden llegar a interpretarse como manifestaciones patológicas de un proceso absolutamente natural que, sin embargo, en algunas personas vulnerables puede precipitar problemas emocionales que superen los sentimientos normales de aflicción y abatimiento extremos posteriores al deceso de un ser cercano (2-4).
La actitud de la sociedad ante el fallecimiento neonatal ha experimentado notables cambios con el devenir del tiempo, notándose una gran influencia de las modificaciones en la tasa de mortalidad infantil (3, 5, 6). Aunque existen valiosos ejemplos de duelo por defunciones filiales e infantiles en los más arcaicos registros de todas las culturas (7-10), llama la atención el que en esas épocas, en algunas de ellas, el infanticidio careciese del carácter punible generalizado que tiene hoy (9-11). Durante la antigüedad clásica y en el medioevo, la mortalidad infantil era tan alta y la esperanza promedio de vida de la población tan corta que se asumía (y era así) que nacerían muchos niños pero que tan sólo unos cuantos sobrevivirían (3, 10). La actitud filosófica y religiosa imperante incitaba a aceptar la brevedad de la vida con resignación y la rápida eventualidad de la muerte con alegría por su nexo con la eternidad (3, 12-14), algo reflejado incluso en las manifestaciones artísticas y literarias (12). Por aquel entonces, la vida infantil no siempre se consideraba como algo importante, siendo natural que un gran número de niños muriese al nacer, poco tiempo después o durante la primera infancia (3, 10) En el siglo XIX eran normales las familias muy numerosas pero también era normal la enorme mortalidad concomitante de las etapas pre, peri y postnatales por abortos, mortinatos, muerte neonatal y muerte infantil (3, 6, 10, 15). Con el transcurso del tiempo, los núcleos familiares se han hecho progresivamente más pequeños y, en las sociedades desarrolladas occidentales modernas, el tamaño medio es hoy más reducido que nunca (3). Hemos llegado al punto en que muchas de nuestras familias tienen, o desean tener, dos niños (en lo posible un varón y una mujercita) con la esperanza de que todo el poder de la medicina moderna los protegerá para que sobrevivan; si uno de ellos muere, la pérdida es de la mitad de toda la descendencia, un acontecimiento con devastadores efectos sobre un ambiente familiar generalmente no preparado para esta tragedia (3). Paradójicamente, el progreso de la ciencia y la tecnología y la mejoría de las políticas públicas de bienestar y salud, junto con el empequeñecimiento del entorno familiar, la menor frecuencia de las muertes infantiles, el aislamiento e individualismo de la vida urbana y el oficio de ceremonias fúnebres menos públicas y más formales han hecho que la experiencia de apoyo proveniente de amigos, familiares o vecinos frente a estos eventos gradualmente se haya debilitado o perdido de modo que, en estas circunstancias, una familia, desolada por su drama, puede quedar aislada en su duelo, justo en el momento en que más apoyo necesita, haciéndolo mucho más difícil de soportar (3, 16)

SECUELAS EN LOS PADRES

El vigor con que se han establecido los lazos emocionales desde antes de la concepción de un niño (si éste ha sido planificado) o a partir de su vida intrauterina (17, 18) permiten comprender la magnitud de las consecuencias cuando aquellos se rompen abrupta y (para los protagonistas) cruelmente (3, 16). Los fenómenos de vinculación y apego tejidos entre el bebé, su madre y, a menudo, el padre no nos son ajenos (17) aunque nunca dejen de sorprendernos Las representaciones artísticas de la maternidad (especialmente de la escuela romántica) tan solo nos ofrecen su lado poético, pacífico y dulce porque, como conocemos, la realidad no siempre se ajusta a las expectativas paternas (3, 17). Ya en el mundo (realmente, mucho antes de su nacimiento), el protagonismo del bebé sobre la vida de la madre y, en ocasiones, del padre refleja su biología y psicología particulares porque, como auténtico ser humano, no siempre permanecerá limpio y delicado, y posee emociones, necesidades y fisiología propias (3, 17, 19). La conciliación entre lo que la realidad ofrece con las ilusiones forjadas durante el embarazo (un bebé ideal, tranquilo, hermoso y de plácidas respuestas) constituye todo un periodo critico de intensos intercambios emocionales bidireccionales que culminan en el verdadero interés que el hijo despierta en su madre y en las respuestas afectivas y biológicas de ambos (3, 16-18). La preocupación materna primaria es universal, se ha descrito en todas las culturas y el grado con que se involucra el padre muestra una evidente adhesión afectiva, lo que explica que, mientras más vinculados se encuentren los padres con sus hijos pequeños, más preocupados estarán acerca de sus cuidados y sentirán con más fuerza la ruptura de esa unión si llegan a fallecer, aunque hayan vivido unos minutos o cuatro semanas, hayan sido fetos apenas viables o pesado cinco kilos, hayan sido planificados o no y que la madre o el padre hayan o no tenido contacto físico con ellos (3, 16, 18, 19). Ante esa muerte, en forma arquetípica, la pareja debería compartir su tristeza uno con el otro, pero no es raro constatar que cada uno de ellos vive su tristeza individualmente, la expresan en forma distinta, con velocidades disímiles, en diferentes momentos, en otros niveles y con distinto grado de intensidad, de manera que la aflicción así como es capaz de unirlos, también puede separar a la pareja y sus integrantes quejarse de mutua falta de fraternidad o de inhabilidad para expresar apropiadamente su propio pesar ya sea por temor a incomprensión o por un deseo de no reavivar los sentimientos dolorosos en la otra persona (3, 19).
La separación física y las dificultades para el contacto con sus hijos, algo bastante habitual en las unidades de cuidados intensivos neonatales, junto con la actitud de su personal (17, 18, 20-23), puede distanciar a los padres de sus experiencias filiales de apego y vinculación, hasta el extremo en que, si ninguno de ellos ha llegado a ver o tocar a su hijo, pueden llegar a sentir como si nunca lo hubiesen tenido, generándose profundos sentimientos de vacío y prolongadas depresiones ante la incapacidad de apenarse por la pérdida de un hijo real dando origen a un proceso incompleto de duelo que en algo puede resolverse permitiéndoseles ver o sostener al bebé después de muerto, proporcionándoles su única oportunidad de comprobar la realidad del nacimiento y muerte de su hijo y de adaptar dicha catastrófica certeza con aquello que pudo haber sido (18, 22, 24, 25). La asistencia a pequeños grupos de diálogo, bajo orientación profesional, de madres dolientes puede ayudarlas a compartir sus experiencias y mitigar la ansiedad (22, 26). El contacto posterior con un equipo multidisciplinario puede contribuir a encausar las inquietudes flotantes, apreciar y aliviar los sentimientos inapropiados de culpa, proporcionando una valiosa oportunidad para evaluar el estado del duelo y recomendar el consejo genético o perinatológico respecto a embarazos futuros si es del caso (18, 26, 27).
En el plano biológico y psicológico, en los padres se ha descrito: alteraciones del sueño, llanto espontáneo, sueños recurrentes, trastornos alimenticios, preocupación por la imagen del fallecido, reacciones de aniversario, abuso de fármacos o alcohol, incapacidad para hablar del recién nacido, dificultades para reasumir las actividades normales (trabajo, tareas domésticas, estudios), síntomas somáticos (dolor de espalda, opresión torácica, sofocación, respiración superficial, hipotonía muscular, sensaciones de vacío abdominal), sentimientos de culpa (negligencia, error, omisión), miedo, ansiedad, hostilidad, ausencia de duelo, soledad y aislamiento (16, 18, 24, 25, 28, 29). Las interacciones emocionales dentro de la pareja y con el entorno social pueden reflejar sentimientos compartidos sobre la muerte, intenciones paternas de proteger a la madre, sentimientos de ella de excesiva debilidad con respecto a él y de no querer representarle una carga y sensaciones de culpabilidad y responsabilidad respecto al fallecimiento: el padre a la madre, la madre al padre, los padres al personal sanitario (28, 29).

SECUELAS EN LA FAMILIA Y EN LOS AMIGOS

Frecuentemente pensamos en la familia como en una escultura sólida y monolítica pero, ante una crisis como la muerte de un hijo, no siempre se muestra tan firme y robusta y, de hecho, dificultades y experiencias presentes o previas pueden revelar, a menudo, la existencia de grietas y fisuras, grandes o pequeñas, que acaso aumenten por ese drama fatal haciendo que toda la aparente cohesión del conjunto se desmorone (3, 30-32). En este punto, los elementos procedentes de las familias de origen de cada progenitor pueden contribuir a crear una nueva relación familiar para lo mejor o lo peor (3, 17, 32).
La respuesta familiar puede ser una combinación de dolor, enojo, tristeza y depresión, reaccionando mutuamente o con (a veces contra) el personal que cuidó al paciente (29, 32). Ocasionalmente, la falta de comprensión de los otros miembros de la familia o de los amigos y relacionados genera agudos sentimientos de aislamiento y soledad que una adecuada información, disipando mitos y malentendidos, probablemente haga que estas personas perciban la verdadera naturaleza de la tragedia y que su apoyo y amistad puedan ser percibidos por los padres (3, 32).
En los hermanos, las respuestas son muy variables (enuresis/encopresis, conducta agresiva, disminución del rendimiento escolar, aparición de síntomas orgánicos, trastornos alimenticios, alteraciones del sueño, ansiedad de separación) que dependen del nivel de su desarrollo psicológico, el grado de comprensión que tengan de la muerte (que depende de la edad) y la elaboración de su pensamiento abstracto (3, 28, 33).
La ruptura precoz y brusca de los lazos entre un bebé y sus abuelos puede causar mucho impacto emocional en ellos llegando, a veces (en especial por falta de comprensión), hasta a culpar a los padres por esa muerte (3). En general, las madres afligidas tienden a ocultar su propia aflicción para consolar a su propia madre (la abuela) abatida también por el acontecimiento (3).
Si en la familia ha ocurrido la muerte de un recién nacido, aún en las mejores circunstancias, los padres (las madres especialmente) pueden tener tendencia a sobreproteger y brindar excesivo afecto a sus otros hijos en un intento de brindarles más cuidados que los necesarios con la esperanza de mantenerlos seguros y a salvo con las consabidas consecuencias psicológicas y físicas posteriores (3, 18, 32).
Si el pesar de los padres los incapacita para ofrecer apoyo y atención a las necesidades de sus otros hijos, es importante que alguna otra persona (abuelos, amigos) esté disponible para hacerlo hasta que ellos superen el duelo, constituyéndose en una fuente importante de sostén emocional (3).

SECUELAS EN EL PERSONAL DE SALUD Y ACTITUDES DE ESTE

Es conocido que los trabajadores de la terapia intensiva neonatal actúan en un ambiente físico y psicológico muy estresante porque de sus respuestas correctas y reacciones rápidas depende la supervivencia de muchos pacientes lo que implica un estado agotador de vigilancia permanente (7, 23, 34) Cuando empobrecen los resultados de las intervenciones médicas, pueden existir repercusiones en ellos mismos ya que es posible que, a la hora de aceptar los malos resultados, algunos o muchos, asuman actitudes poco realistas que les produzcan extrema frustración y falta de satisfacción laboral pudiendo, inclusive, extenderse la nociva creencia de que ciertas personas, dentro del propio equipo de salud, no fueron o no son capaces de ofrecer un buen servicio profesional a las familias (3, 35).
Las reuniones educativas, conferencias y técnicas de entrenamiento en sesiones grupales pueden mejorar la comprensión, experiencia y los conocimientos psicológicos de todos los participantes en el manejo de estos bebés para que siempre se tomen en cuenta las diferencias culturales y psicológicas de cada familia con sus necesidades y requerimientos individuales, especialmente en lo relacionado con las ceremonias de nacimientos, bautizos, entierros y otros ritos sociales (3, 21). Además, deben tomarse medidas para que todo el personal disminuya su excesiva estimulación sensorial, la latente ansiedad crónica que implica realizar cualquier intervención con altas probabilidades de error y repercusiones graves, los hábitos repetitivos incesantes y para que dosifique el contacto con los familiares (34, 35).
Aún cuando la medicina se haya sofisticado y perfeccionado hasta llegar al plano molecular, las actitudes de quienes la ejercían hace un siglo o más constituyen un modelo tan válido ahora como entonces: las enfermedades y la mortalidad infantil eran considerables, su arsenal terapéutico era limitado, su acervo intelectual (comparado con el nuestro) era muy pobre, pero en su incansable tarea siempre estaba incluido el cuidado de la familia a lo largo de toda la enfermedad del niño aunque no lo pudiesen curar y éste, eventualmente, muriese (3, 21, 36).
La, a veces, agobiante tarea de la totalidad del personal sanitario de auxiliar a la familia doliente para que su resquebrajamiento emocional no se acentúe probablemente contribuya efectivamente para que esta triste experiencia nos permita a todos adquirir mayor madurez y fortaleza, reforzando la memoria del recién nacido y cubriendo las necesidades psicológicas personales con un enfoque multidisciplinario que eduque respecto a los procesos patológicos neonatales, su tratamiento, impacto sobre las futuras gestaciones y los efectos psicológicos del duelo en la unidad familiar (3, 4, 16, 21, 28). Estas actividades deben darse con todos los recién nacidos críticamente enfermos o prematuros, teniendo en cuenta las particulares dificultades para el establecimiento de los fenómenos de vinculación y apego en los cuidados intensivos neonatales (17, 20, 21, 28). La información debe proporcionarse a todos los involucrados con datos médicos coherentes, a la altura de su comprensión, que incluyan la incertidumbre con respecto al pronóstico del niño, ayuden a los padres a interpretar los hallazgos clínicos, les permitan anticipar la posibilidad de la muerte de su hijo, reconocer y aceptar la pérdida de control de los cuidadores y de la familia sobre ese evento y la incapacidad del niño de conseguir las expectativas de los padres y sobrevivir (18, 21, 28).
La muerte del niño debe anticiparse a la familia con franqueza, sencillez y sin ambigüedades, preservando su dignidad y reforzando la importancia del núcleo familiar (4, 16, 21, 22, 28, 33, 37-40). Para hacerlo se ha sugerido: evitar la tendencia a prolongar la vida simplemente porque es posible hacerlo; evaluar la preparación familiar para enfrentarse con la inminencia del fallecimiento del bebé; permitirles el contacto con él en los momentos cercanos a su defunción, administrando con delicadeza el tiempo y el lugar para que lo toquen, acaricien, reconozcan sus necesidades individuales, libremente intercambien sus emociones y limitaciones; estudiar y difundir los aspectos técnicos de la muerte del recién nacido de manera sencilla y en términos accesibles; forzar el papel positivo de la familia durante la corta vida del niño preservando su reminiscencia y su incorporación en el yo de los padres para que la pérdida se equilibre y pueda tolerarse; y, establecer una oportunidad de mantener contacto con todos al cabo de cierto tiempo (4, 16, 21-23, 38-41). Es sugerente que muchos médicos se muestren renuentes a restablecer esos contactos, aunque se ha demostrado que un gran número de padres agradece y se beneficia de esa expresión de interés y preocupación continuos (4, 16, 21).


DE CARA AL FUTURO

Después del fallecimiento, aquel enfoque multidisciplinario debe promover una actitud compartida y comprensiva para evaluar los estadios del duelo en la familia y ayudarla a interpretar sus mecanismos (19, 27, 28, 32, 42). Para ello se ha propuesto: documentar todas las implicaciones, reacciones, contactos y respuestas familiares; apoyar con personal experimentado a cualquier profesional de la salud que no haya estado involucrado en un seguimiento de duelo y que pueda relacionarse con esa familia; contactar con los padres al cabo de una semana de la muerte del niño para estimar el estado del duelo; organizar (en 4-6 semanas o antes dependiendo de las necesidades individuales) una reunión para, si se ha consentido, difundir los resultados de la autopsia, alentándose la participación de otros miembros familiares y, valorando la comprensión de los resultados en cada uno de ellos, comunicarse con obstetras, pediatras, personal de enfermería y asistentes sociales involucrados directa o indirectamente; y, utilizar sesiones, reuniones, conferencias y grupos de apoyo para encontrar soluciones a los problemas identificados o referir hacia atención especializada cuando se estime necesario (16, 18, 22, 28,32).
Se considera como normal la fuerte necesidad biológica de la pareja de tener otro niño y, ciertamente, la sociedad, amigos, vecinos y hasta profesionales sanitarios pueden alentar este sentimiento en la creencia de que una substitución mitigará el pesar y el dolor, sin embargo, es importante que la concepción del siguiente hijo se realice cuando los padres hayan superado completamente los sentimientos generados por la aflicción y que el nuevo bebé nunca se considere como un reemplazo del que murió sino que sea amado por si mismo, reconociéndosele su propia individualidad (3, 22, 43). La vulnerabilidad biológica que provoca el duelo en las personas puede comprometer su bienestar (consumo de fármacos, alcohol, depresión, conductas suicidas, por ejemplo), haciendo inadecuada la llegada de otro niño y nunca se ha de insistir bastante en la importancia de que la madre se encuentre en sus mejores condiciones físicas y psicológicas posibles en las fases preconcepcional y gestacional (3).
Se piensa que la gestación, más que la adolescencia, es una mirada psicológica hacia el porvenir y que es extremadamente difícil (por no decir imposible) cursar un embarazo y tener que soportar concomitantemente la carga emocional de un duelo no resuelto que siempre implicará un recogimiento interno para hallar un sentido del pasado que permita afrontar el futuro (3, 26) En estas circunstancias, la gravidez puede inhibir la expresión de la pena que, entonces, podría reaparecer después del nuevo nacimiento, probablemente en el momento en que la madre empieza a disfrutar de su nuevo hijo y cuando más vulnerable es a la depresión postnatal (3, 17, 43).
Quienes aconsejen a la pareja, antes que oponerse completamente al siguiente embarazo, deben asegurarse que el duelo se haya soportado del modo más apropiado, que los padres se encuentren conscientes de los efectos inhibidores de la gestación en la forma de soportarlo y que declaren ellos mismos cuando ya se sientan dispuestos a tener otro hijo lo que, en términos de plazos, no debe ser antes de nueve meses a un año (3, 22, 43). Se recomienda que la pareja tenga apoyo emocional después de cada nacimiento siguiente ya que puede ser que les sorprenda y desengañe descubrir que no disfrutan de su nuevo hijo o que resurge su aflicción por un duelo inconcluso y que esto interfiere con sus vidas (3, 18).
Para una madre que no ha dominado sus sentimientos de pesar, puede ser demasiado difícil conseguir una vinculación afectiva y un apego firmes con un nuevo bebé, produciéndose un distanciamiento psicológico y, ocasionalmente, también físico (3, 17). Algunas veces, a ella puede sobrevenirle una extrema desilusión con el recién nacido porque no se parece al niño muerto, es del otro sexo (sexo equivocado), desconfía de sus propias aptitudes para ser madre y teme acerca de las capacidades de sobrevenir de su nuevo hijo al que no puede darle el suficiente afecto y por lo que desconfía de un futuro que se torna incierto (3, 17, 22). Debemos proceder comprensivamente con estas madres porque sus actitudes representan una forma de protección psicológica resultante de su desgraciada experiencia anterior, aunque estas situaciones tienen que reconocerse tempranamente porque este bebé podría quedar falto de estimulación, retrasarse en el desarrollo psicomotor y experimentar problemas en la ganancia pondo estatural (3).

COLOFÓN

Los niños personifican la inocencia y el futuro, el mantenimiento de su salud es de responsabilidad personal pero, también, pública y, puesto que todos eventualmente moriremos, constituyen la apuesta que sus padres han hecho por la inmortalidad, siendo nuestra relativa garantía de perdurar en el tiempo (33, 44, 45) No obstante, dentro de gran parte de las actividades médicas se encuentra siempre latente la posibilidad de una muerte. Con frecuencia se dice que lo normal es que los hijos entierren a sus padres, pero cuando existe el riesgo de que eso se invierta, un halo de inquietud recorre la columna vertebral de todos los implicados, quizás porque eso constituye un permanente recordatorio de nuestra propia vulnerabilidad (4, 46, 47). Algunos prefieren darle la espalda a los hechos (como eso no se comprende, de eso no se habla, por consiguiente eso no existe) ya que la desaparición de un bebé (peor si es muy temprana) a menudo (al menos modernamente) se ve con recelo, inclusive entre el personal que se enfrenta a diario con este tipo de experiencias y que aparentemente puede mostrarse frío e impersonal lo que refleja, en realidad, una forma de resguardo emocional ante un desastre cuya inminencia pende también sobre cada uno de ellos o sobre sus familias (4, 34, 48, 49). En estas circunstancias, parece más fácil continuar alimentando la fantasía de que los niños no estarán realmente en peligro de morir y que el constante avance de la medicina ha derrotado finalmente a la parca (33). Muchas de esas actitudes probablemente obedecen a la forma, obviamente indirecta (proveniente de la experiencia de los demás) aunque terriblemente amenazadora (eso me podría ocurrir a mí o a mis hijos), en que experimentamos la muerte (2, 46) y de que las habilidades de comunicación y el trato humano se han vuelto un bien singularmente escaso, en particular mientras más especializada es el área médica respectiva (21, 35, 42, 49).
El modo en que reaccionamos ante estos sucesos y ante los muertos abarca una muy amplia gama de emociones amor, odio, culpa, incomprensión, miedo (2, 46, 50), profundamente enraizadas en el espíritu humano y comunes a todas las formas de vida civilizada y, seguramente, no civilizada (2, 46), que se han transmitido de generación en generación en una suerte de herencia colectiva subconsciente persistente en lo profundo de nuestra psiquis, como un río subterráneo (46). A pesar de que todos los eventos relacionados con el duelo se han descrito científicamente y didácticamente (3, 16, 18, 21, 25, 28, 29, 33), la representación más vivida de su vasta influencia no proviene de ninguna parte de la literatura científica. Si queremos apreciar la forma en que la desaparición de un ser querido (niño o no) impregna de encontradas emociones la experiencia vital de las personas, existe otro tipo de referencias donde, quizás porque sus autores no son médicos (o, precisamente, a causa de ello), puede percibirse todo el evocador poder del dolor de una manera bastante más amplia y profunda aunque el tema esté tratado, a veces, mucho más tangencialmente (11, 51-55).
Si los médicos no podemos aproximarnos más a las emociones de las personas que tratamos y de quienes están ligados a ellas, aunque sean neonatos extremadamente inmaduros y diminutos, y si somos incapaces de establecer un compromiso que vaya mucho más allá de los adelantos de la tecnología y de la inmensidad del conocimiento científico, deberíamos reconsiderar seriamente los objetivos de nuestra vida y de nuestra actividad profesional, y todo esto podría salir a la luz en la forma en que damos la cara a la muerte.

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55. Cortázar, J.: Rayuela. Ed. La Oveja Negra Ltda. 1ra. Ed. Bogotá. 1984, p 135-183.

HOY NO HAY NADA BUENO QUE ANUNCIAR

No sé ni qué escribir. Aquí en la Neonatología a todos nos ha golpeado tanto la noticia. En realidad quizás lo único bueno es conocer que nuestra sensibilidad no está desgastada, que no nos hemos endurecido y que la muerte nos afecta todavía con la misma devastadora fuerza.

Paúl, sabemos que nada de lo que hagamos o digamos va a cambiar la situación, pero sentimos como propia la partida de su hijita a la que seguiremos extrañando toda la vida.

domingo, 9 de agosto de 2009

Opinión editorial publicada en El Comercio, el 09 de agosto del 2009

Estos 30 años de democracia

Por Vicente Albornoz Guarderas

El Ecuador nunca ha celebrado algo así. Nunca hemos tenido un período de 30 años de democracia.

Hay que celebrar eso y los avances en este período, a pesar de una masiva campaña que nos quiere hacer creer que todo lo pasado fue malo y que recién ahora estamos a punto de pasar del más absoluto subdesarrollo, de una época oscura de corrupción y mediocridad a una época de luces, de dicha y de alegría. Nos quieren convencer que estos inéditos 30 años de democracia ha sido un período desperdiciado en el que no hubo desarrollo. Pero eso es completamente falso.

El avance del Ecuador desde agosto de 1979 ha sido muy importante y es fácil demostrarlo. Empecemos por lo más importante, la vida.

En 1979, por cada mil niños nacidos vivos, morían 59. Para 2007, ese número se había reducido a 18. Una evolución de ese tipo debería ser, hasta para las mentes más dogmáticas, una medida de un gran desarrollo. Como resultado de una más amplia y mejor atención a las madres y un importante crecimiento de la atención médica para los recién nacidos, resulta que la mortalidad infantil cayó a menos de la tercera parte.

Sigamos hablando de la vida, específicamente de la esperanza de vida. Para el quinquenio 1970-1975, la Cepal estimaba que los ecuatorianos podían vivir, en promedio, 59 años. Para el quinquenio 2005-2009 la misma institución estima 75 años. Nuevamente, un crecimiento de la esperanza de vida de 16 años es un gran avance, un avance que merecería un festejo. Una fiesta a la que solo estarían dispuestas a asistir las personas de mente abierta.

Un crecimiento tan grande de la esperanza de vida solo pudo ocurrir gracias a significativas mejoras en salud, alimentación, sanidad y educación. Avanzamos en la dirección correcta y hay que seguir en ella.

Veamos algo del bienestar material de las personas. Según el último censo antes del retorno a la democracia, en 1974 solo el 59% de los hogares tenía servicio eléctrico. Para 2006, era el 96%. En otras palabras, las personas que no tenían electricidad bajaron de casi la mitad a un veinticincoavo (1/25). Este avance extraordinario pone al Ecuador como uno de los países con mayor cobertura eléctrica en América Latina.

Y también avanzamos en las cosas ‘incómodas’ del desarrollo. El número total de vehículos matriculados casi se quintuplicó, al pasar de 176 mil a 842 mil entre 1978 y 2007. Más autos contaminan y congestionan más, pero finalmente esto también es un avance.

Mañana tenemos que celebrar los 200 años del Primer Grito de la Independencia (un mérito de nuestros tatara-tatara-abuelos) y los avances de estos 30 años de democracia (un gran logro de todos los ecuatorianos actualmente con vida y algunos que murieron en estas tres décadas).

lunes, 3 de agosto de 2009

Las Estadísticas de la Unidad de NEO en el mes de julio del 2009

Mejoramos respecto a julio y casi nos igualamos a mayo; estamos bastante mejor que en enero y febrero, pero debemos hacer un esfuerzo adicional para acercarnos a los valores de marzo del 2009