jueves, 26 de febrero de 2015
domingo, 22 de febrero de 2015
Historias de Niños V
Tamou, la madre de Mohamid,
observa a su bebé que, con 42 días de vida, duerme en una incubadora cuando
todavía debería estar en el útero materno. Nació a las 27 semanas de gestación,
12 antes de lo previsto.
Yaiza está de parto. Empezó a
notar contracciones a primera hora de la mañana y a las ocho ya estaba en el
hospital. A medio día todavía espera, semitumbada en una de las camas de la
maternidad de La Paz de Madrid, a que su hija Julia llegue al mundo. La
anestesia epidural ha hecho su efecto y no siente dolor. “Sin ella, a estas
alturas, estaría gritando”, asegura Pilar Ferreiro, una de las matronas,
mientras le da un vaso de agua a la parturienta que apenas está un poco
despeinada y sudorosa. “Me encuentro bien”, dice la joven, alérgica al látex,
como indica un cartel pegado en la pared de la habitación que solo comparte con
el futuro padre y una cuna vacía que espera a la nueva inquilina.
El proceso transcurre según lo previsible. “Pero si hubiera cualquier signo de alarma, las enfermeras avisarían al ginecólogo”, apunta José Luis Bartha, Jefe del Servicio de Obstetricia y Ginecología de este hospital, referencia en España para atender los embarazos y alumbramientos de riesgo. En una sala, en mitad del pasillo de la planta en la que se encuentra la habitación de Yaiza, las matronas vigilan las pantallas donde se dibujan las constantes vitales de las ingresadas y los fetos. “Y, como no siempre podemos estar mirando los monitores, hay un aviso sonoro que salta en caso de que algún parámetro se salga de lo normal”, apunta Ferreiro. “Además, ellas tienen un intercomunicador por si quieren llamarnos”, señala el timbre. Siempre hay tres enfermeras preparto, cuatro matronas y tres ginecólogos en el servicio para que cada parto termine bien.
“La mujer puede dar a luz sola,
pero no es lo ideal”, afirma Bartha, acostumbrado a ver complicaciones durante
el embarazo y el alumbramiento que, sin la asistencia de profesionales
cualificados y el material adecuado, acabarían en el fallecimiento de muchas de
las criaturas o sus madres. El personal y los medios con los que cuenta la
maternidad de este centro explican los ínfimos índices de mortalidad materna y
perinatal a pesar de que recibe los casos de mayor riesgo del país. Según los
datos aportados por el responsable, apenas una mujer por cada 100.000 nacidos
vivos no supera el parto y solo seis de cada 1.000 bebés mueren durante, o poco
después, del alumbramiento. Unas cifras muy bajas si las comparamos con las de
Sudán del Sur, el país con las peores estadísticas según la ONU (2.054 madres
muertas por cada 100.000 nacimientos y una mortalidad infantil de 72 por cada
1.000).
También las tasas de dolencias
relacionadas con los alumbramientos en condiciones poco seguras son muy
reducidas, indica el obstetra. “Problemas como la fístula, muy comunes en
países en desarrollo, apenas se dan aquí”, asegura.
El de Yaiza es uno de los 5.607
partos que se atendieron en La Paz en 2014. Como ella, el 85% de las mujeres
pide que les pongan la epidural para no sentir dolor. Por protocolo de
seguridad, todas son monitorizadas para vigilar sus constantes y el bienestar
del feto. “Algunas están así una hora. Otras, 12”, comenta Ferreiro mientras
muestra a la joven cómo debe respirar y sujetarse a la cama para empujar cuando
llegue el momento. "Cuando el bebé está a punto de salir, llamamos al
ginecólogo y el enfermero especializado", abunda.
Junto a la cama, una cuna con
ropa de bebé sobre ella espera a su nueva ocupante. “Aquí está el oxígeno,
tenemos una toma de vacío para aspirar, la cánula por si hay que entubarle…”,
enumera Ferreiro mientras señala el material y las máquinas con las que está
más que familiarizada tras 25 años trabajando como matrona.
Si el parto se paraliza
(distocia), explica Bartha, se induce el alumbramiento mediante la
administración de oxitocina. Si la inyección extra de esta hormona tampoco
consigue su efecto, se realiza una cesárea. Una intervención que, en La Paz, se
efectúa en el 25% de los casos, levemente por encima de la media española (en
torno al 22% en la red de hospitales públicos) y 10 puntos superior a la tasa
recomendada como máxima por la OMS (15%). “Es un porcentaje elevado, pero hay
que tener en cuenta que somos la referencia para los casos más complicados”,
apostilla Bartha.
Uno de esos partos difíciles fue
el de Beatriz. Martina nació por cesárea porque venía con los pies por delante
“y no se daba la vuelta”, dice la madre risueña mientras mira a la pequeña
enganchada en su pecho derecho. “Si no fuera por Charo, no comes”, le dice. Se
refiere a Rosario Blanco, enfermera de la unidad de puerperio en la planta 11.
“Aquí les hacemos un caso especial”, dice con ternura mientras mira la escena.
Lo dice porque ella y sus compañeras son el equipo encargado de atender a los
nacidos por cesárea y a sus progenitores. “Si el bebé está bien, le adjudicamos
un cuna y, mientras la mamá está en la sala de reanimación tras la
intervención, el papá hace piel con piel con su hijo. Después, les enseñamos a
cambiar el pañal y a dar de comer a la criatura según el tipo de lactancia que
hayan escogido. Si se decantan por la materna, les tienen que dar la leche con
una jeringuilla para que luego cojan bien el pecho”, abunda.
Con las madres, el trabajo es
distinto. Normalmente, se centra en resolver sus dudas, sobre todo si son
primerizas como Beatriz y darles pautas para amamantar correctamente. Durante
los dos o tres días que madre e hijo permanecen ingresados tras el parto, las
enfermeras controlan que los bebés coman bien, su peso, su nivel de glucosa,
cuánto duermen, si vomitan… A Blanco no le hace falta mirar ni un papel para
enumerar los datos básicos de Martina: “Mide 47 centímetros y pesa tres kilos y
cien gramos”. Todos los parámetros de salud están correctos y el padre, Rubén,
ya tiene todo preparado para abandonar el hospital mientras se deshace en
agradecimientos hacia el personal. Con todo, una matrona visitará en los
próximos días a la familia. Y ellos podrán volver a La Paz cuando quieran para
la escuela de padres que ha creado el centro.
Quien no puede marcharse todavía
del hospital es Tamou, originaria de Marruecos y residente en España desde hace
10 años. Su hijo, Mohamid, de 42 días de vida, está ingresado en la Unidad de
Cuidados Intensivos de Neonatos (UCIN). El pequeño llegó al mundo con tan solo
27 semanas de gestación (con 12 de adelanto) en el Hospital Infanta Sofía, en
la localidad de San Sebastián de los Reyes, al norte de la capital. “Pero como
vino prematuro, nos trajeron aquí en ambulancia ese mismo día”, recuerda la
madre mientras observa al crío que duerme dentro de su incubadora, adornada con
un dibujo de su hermano mayor, de ocho años.
“Llevaba tres abortos y él ha
nacido demasiado pronto”. Con seis semanas de vida, Mohamid todavía debería
estar protegido dentro del útero materno. A falta de ese cobijo, la incubadora le
resguarda, los profesionales de La Paz vigilan que respire y se alimente
adecuadamente y su madre le transmite calor corporal y tranquilidad durante
unas horas al día mediante el método canguro, que no es otra cosa que
mantenerlo abrazado en su pecho en contacto con su piel. Porque la medicina
ayuda (y mucho), pero no sustituye.
FUENTE: http://elpais.com/elpais/2015/01/14/album/1421236438_301508.html#1421236438_301508_1421240770
sábado, 21 de febrero de 2015
21 de febrero, Día del Médico Ecuatoriano, fecha de nacimiento de Eugenio Espejo (21 de febrero de 1747 - 27 de diciembre de 1795)
Estatua de Eugenio Espejo en el Parque del Oeste de Madrid, España
Quienes tengan algún interés en la obra de Espejo pueden descargar de estos enlaces:
1) Las Reflexiones Acerca de las Viruelas del propio Eugenio Espejo: http://www.4shared.com/office/RQm0bCZVba/Eugenio_Espejo_-_Reflexiones.html ; y,
2) Un estudio de Carlos Freile sobre este personaje y la época en la que vivió:
http://www.4shared.com/office/v5R_4xMTce/Carlos_Freile_-_Eugenio_Espejo.html
miércoles, 11 de febrero de 2015
domingo, 8 de febrero de 2015
Historias de Niños IV
Se dice que los bebés llegan con
un pan bajo el brazo, pero la pequeña Minitou Jiang Siqi (que fue concebida en
Liyang en 2011) hizo todo lo contrario: nació con una multa en la mano. China
castiga así a quienes se saltan la política de natalidad que restringe a uno el
número de descendientes y Minitou —“frejolito”, como la llaman— era la segunda
de los Jiang. “Con el cambio de la legislación que permite tener dos hijos a
los matrimonios en los que uno de los padres es hijo único —él en este caso—,
ahora no tendríamos que haber pagado nada”, se lamenta su madre, Hu Yen. Pero
la pequeña Jiang vino al mundo el 28 de agosto de 2012, antes de que el Partido
Comunista diese el visto bueno a una reforma que pretende mitigar el peligro
que acarrea el rápido envejecimiento de la población más nutrida del planeta.
La vida de esta niña refleja el
auge de una nueva clase acomodada en la China del siglo XXI. “Éramos
conscientes del importante costo que iba a tener para nosotros saltarnos la
norma, pero no queríamos que nuestra primera hija, Jiang Enqi (cinco años),
creciese sin hermanos”. Los abuelos, además, reconocen que animaron a Hu a
quedarse embarazada de nuevo porque albergaban la esperanza de que a la segunda
llegase un varón. Pero la madre se negó a hacerse las pruebas para determinar
el sexo del feto, una práctica que, a pesar de que China la ilegalizó para
prevenir el infanticidio, se puede llevar a cabo fácilmente en centros
privados. Así, nacen 111 niños por cada 100 niñas y el peculiar desequilibrio
de género se perpetúa. “A nosotros no nos importaba el sexo, pero entre los
mayores sí que ha resultado una pequeña decepción. Incluso me piden que vaya a
por el tercero, pero con dos basta”, se ríe la madre.
El de Hu no fue un parto
complicado, pero los médicos que la asistieron en una pequeña clínica pública
de la localidad de Liyang (en la provincia oriental de Jiangsu) le practicaron
una cesárea. Otra vez. En torno al 80% de los bebés que nacen en la ciudad lo
hacen por este método, que los centros utilizan a menudo porque proporciona mayor
beneficio económico que el parto natural. Aunque en el caso de Hu, la decisión
no tuvo nada que ver con la avaricia. “Lo pedí yo porque tengo terror al
dolor”, justifica la madre que, gracias a sus contactos, consiguió que fuese un
doctor del principal hospital de la ciudad, el Renmin Yiyuan, quien supervisara
su parto.
“Hay grandes diferencias en la calidad
del personal sanitario de China, así que hay que hacer todo lo posible para
conseguir un buen médico”. Eso requiere conocer a la gente adecuada y sacar la
billetera. En total, el nacimiento de Jiang Siqi les costó a los Jiang 2.800
yuanes (360 euros) que pagaron a la clínica y 500 yuanes (65 euros) de una
"gratificación personal" para el médico. Si a eso se le suma la
sanción, cuyo importe se calcula en base a los ingresos de la familia y que los
Jiang prefieren no detallar, el nacimiento de Minitou no ha resultado nada
barato. Ni siquiera para un matrimonio que pertenece a la nueva clase acomodada
del gigante asiático y que tiene éxito con los negocios: él, Jiang Zhigao,
nacido en 1977, es directivo en una empresa que produce suplementos
nutricionales derivados de la miel; y Hu, ocho años menor, es propietaria de
una tienda de productos medicinales chinos especializada en diabéticos.
Sin duda, a la pequeña Siqi, que
pesó cuatro kilos al nacer y ya ha crecido hasta los 13,5, le espera un futuro
brillante. No en vano, según el informe Actitudes Globales 2014 del Pew
Research Center, el 86% de los chinos está convencido de que sus hijos gozarán
de mayor bienestar, frente a un 6% que asegura lo contrario. “China ha cambiado
mucho, y muy rápido”, analiza el padre. “Gracias al desarrollo económico, ahora
tenemos oportunidades con las que nuestros padres jamás habrían soñado, y
nuestros hijos irán un paso más allá porque serán libres”.
Jiang se refiere a la relajación
de las estrictas convenciones sociales que han imperado durante décadas. La
apertura al mundo y la irrupción de elementos propios de las culturas
occidentales han provocado un importante cambio en las nuevas generaciones, que
no sufrieron las miserias de la Revolución Cultural y han vivido siempre una
trayectoria ascendente del PIB. “Nosotros permitiremos a nuestras hijas ser lo
que quieran y tendrán a su disposición todos los medios con los que contemos
para ello. Si quieren ir al extranjero, irán. Y no les forzaremos a casarse, ni
interferiremos en su elección de pareja, ¡incluso un negro nos parecería
bien!”. No en vano, el propio matrimonio de Hu y Jiang es producto de una relación
secreta que comenzó cuando ella todavía no había cumplido la mayoría de edad.
Los padres de ambos, preocupados
porque temían que dejasen los estudios, se opusieron a su noviazgo cuando
trascendió la noticia, pero la pareja continuó viéndose clandestinamente hasta
que se casaron cuando ella cumplió los 23. Enqi nació un año más tarde.
“Entiendo por experiencia propia que no se puede luchar contra los sentimientos
y que los padres tienen que respetar a sus hijos”. Eso sí, Hu reconoce que no
aceptaría que sus niñas sean lesbianas. Al fin y al cabo, es una devota
cristiana que acude a misa todas las semanas en una pequeña iglesia cercana
desde que en 2008 abrazó esa fe, a la que se acercó por unos familiares que
también la profesan. A sus hijas, sin embargo, no las bautizará porque
considera que es una decisión que ellas deben tomar.
“Tampoco buscamos que sean las
mejores en la escuela, sino que estén sanas y sean buenas personas”, explica.
No obstante, el iPad con el que Minitou juega está lleno de aplicaciones
educativas con las que ya aprende el abecedario latino y con las que se adentra
en el insondable mundo de los ideogramas chinos. “La educación es importante y
creo que la tecnología permite proporcionarla de forma divertida. Si, además de
jugar, puede aprender algo, mejor”. Sin duda, salta a la vista que Siqi es
avispada. Es activa, y le encanta jugar, aunque prefiere los aparatos
electrónicos con los que se puede hacer una foto a los juguetes y a las muñecas
descabezadas que aparecen por doquier. A la calle sale poco, porque los padres
temen que pueda pasarle algo y todavía no tiene amigos. Pero disfruta al máximo
de los breves momentos que pasa en el parque infantil de la urbanización en la
que vive, donde corre, salta y se desahoga, rara vez se queja y apenas llora.
“El único problema que nos ha dado es la alergia”, asegura Hu.
De hecho, la madre le dio el
pecho durante el primer mes de vida hasta que descubrieron que Siqi es alérgica
a los lácteos y al marisco. Desde entonces, los Jiang tienen que recurrir a
botes de leche hipoalergénica en polvo que importan desde el Reino Unido. “En
China, desde el escándalo de la melanina, nadie se fía de las marcas locales de
leche para bebé. Ni siquiera de las marcas extranjeras que se fabrican aquí.
Así que se la compramos online a gente que viaja a Europa y que saca un dinero
extra trayendo botes”. Cada uno cuesta la friolera de 270 yuanes (35 euros) por
400 gramos de producto, y Minitou ha llegado a consumir siete al mes. “Era un
gasto muy grande. Afortunadamente, ahora ya come de todo y sólo bebe la leche
dos o tres veces a la semana”.
Minitou se relame con el
chocolate y tiene predilección por los caramelos, pero no le hace ascos a nada.
Chupa las alitas de pollo laqueadas hasta que sólo quedan huesos brillantes, con
los palillos coge hasta el último grano de arroz y mira con curiosidad una
cabeza de pescado hasta que le hinca el diente. Eso sí, cualquier comida en la
que están presentes otros familiares deja en evidencia el exceso de atención
que recibe, una constante que se extiende por todo el país desde que China
aprobó la política de natalidad que ha dado como resultado más 100 millones de
pequeños emperadores, que son mimados por seis adultos a su servicio. En el
caso de Siqi, que roba la atención de todos para disgusto de su celosa hermana
mayor, se suman los cuidados de una niñera que vive con la familia las 24 horas
del día y que se encarga de las labores domésticas y de cuidar a las hermanas a
cambio de 3.500 yuanes (450 euros) mensuales.
Siqi y Enqi se levantan, comen,
juegan y se acuestan con la niñera. Así, su contacto con los padres es mínimo y
el nivel de permisividad del que gozan se refleja en las paredes del
desordenado apartamento que tienen alquilado: no hay una sola que no esté
pintarrajeada hasta el metro de altura, llena de monigotes de colores. Durante
la semana, tanto Hu como Jiang, pasan la mayor parte del día fuera y, cuando
llegan a casa, se desploman en el sofá. Lo último que quieren es dar
directrices a sus hijas. Pero los fines de semana la interacción familiar
tampoco es mucho mayor, un mal común en China que exacerba el choque
generacional. “Queremos tener también nuestra propia vida, y podemos
permitirnos una criada”, justifica la madre.
Pronto, todos podrán tomar un
respiro porque Siqi comenzará a acudir a la guardería. Para entonces, es
posible que la familia ya se haya mudado al chalet adosado de tres plantas que
han adquirido no muy lejos de donde residen ahora y que está en proceso de
redecoración. Es un salto cualitativo que confirma el estelar avance de los
Jiang hacia la consecución del milagro chino. Claro que los padres ya le han
dejado claro a Minitou que en su nuevo hogar tendrá que dar rienda suelta a sus
habilidades artísticas sobre un papel y no en las paredes. “Prefiero el iPad”,
dice “frejolito”.
jueves, 5 de febrero de 2015
El Hospital de Riobamba es el tercero en recibir la Acreditación Internacional de calidad
El Hospital Provincial General Docente de la ciudad de Riobamba es el tercer
hospital público del Ecuador y de Hispanoamérica en recibir la acreditación
internacional de la prestigiosa organización Accreditation Canada
International (ACI), este jueves 29 de enero de 2015. Esta unidad obtuvo
el 88,9% de promedio total de cumplimiento de estándares de calidad.
El 20 de noviembre de 2014 el Hospital del Niño Dr. Francisco de
Icaza Bustamante se convirtió en el primer hospital público del país e
Hispanoamérica en recibir una acreditación internacional con estándares
de calidad. El 19 de diciembre, el Hospital Liborio Panchana Sotomayor,
de Santa Elena, fue el segundo hospital en alcanzar este logro.
El MSP desarrolla desde mayo de 2013 un proceso de acreditación
internacional de 44 hospitales públicos, con la finalidad de garantizar
que cuenten con estándares mundiales de calidad, calidez y seguridad.
Este proceso continuará hasta el año 2016.
El Hospital Provincial General Docente Riobamba es una unidad de
segundo nivel de complejidad dentro del sistema salud destinada a
brindar atención especializada, preventiva, ambulatoria, de recuperación
y rehabilitación a los usuarios de la Zona 3 (Chimborazo, Tungurahua,
Pastaza y Cotopaxi) y de otras provincias del país.
En esta unidad se desarrollan actividades de docencia e investigación
en salud, fundamentalmente en las especialidades de gineco-obstetricia,
pediatría, medicina interna y cirugía. El hospital cuenta con 220 camas
y un área de construcción de 20.000 m2. Trabajan un total de 716
personas, entre profesionales de la salud y administrativos. Desde el
año 2013 se aplica el plan de prótesis para discapacidades.
El proceso de acreditación está a cargo de Accreditation Canada
International (ACI), la cual a su vez se encuentra acreditada por la
Sociedad Internacional para la Calidad en el Cuidado de la Salud (ISQUA,
por sus siglas en inglés). ISQUA es la acreditadora de los
acreditadores de unidades sanitarias. Solo cuatro organizaciones en el
mundo están avaladas por ISQUA en sus programas de acreditación
internacional.
En el marco de la acreditación se evalúan prácticas organizacionales
fundamentales y estándares en aspectos como liderazgo, control y
prevención de infecciones, servicios médicos, preparación para
emergencias y desastres, manejo de la medicación, servicio de cuidado
crítico, cuidados de servicios ambulatorios, servicios de cuidado
quirúrgico, servicios obstétricos, sala de operaciones, diagnóstico de
imágenes, servicio de laboratorio clínico, banco de sangre y
transfusión, entre otros.
martes, 3 de febrero de 2015
Historias de Niños III
Sayra Zaori (dos años), Dulce
Esmeralda (tres años) y Carlos Uriel (cinco años), con sus padres en una calle
de Ayutla, Oaxaca, sur de México.
Cada día, Sayra se cuelga su
mochila de Spiderman y se “va a la escuela”. En la bolsa de 15 centímetros no
lleva nada salvo (a veces) las llaves de su casa. A sus dos años recién
cumplidos, acompaña a su madre a dejar y recoger a sus hermanos mayores. Corre
un cuarto de hora montaña abajo: carretera, camino, arroyo, colegio. Y de
vuelta. Se hace la ilusión de que, por fin (el curso siguiente), irá a la
escuela. Es la misma ilusión que tenía su mamá 20 años atrás, cuando veía que
sus hermanos emprendían hora y media de ruta a pie para ir a clase y ella se
quedaba preparando tortillas, cuidando pollos, cortando café y buscando agua
para que comieran algo a su regreso. Se hartó y se fue de casa a los 10 años.
Quería a ir a la escuela, pero nunca consiguió estudiar.
Juliana Juan tiene ahora 25 años
y no sabe si sus hijos llegarán a la universidad, pero lo espera. Desea, al
menos, que estudien. Cuanto más tiempo, mejor. “Yo no pude por falta de dinero,
pero ahora, si no vas a la escuela no tienes oportunidades”, afirma mientras
hierve agua en una fogata frente a su casa en un pueblo de 2.000 habitantes con
población mayoritariamente campesina e indígena.
Sayra Zaori es la tercera de tres
hermanos, la última, de momento, de una saga Domínguez Juan que crece en esta
localidad de la sierra de Mixe, donde las montañas chocan con las nubes, la
conexión a internet llegó hace un año y los adultos eligen a sus representantes
comunitarios a mano alzada. “Sí, queríamos tres niños”, dice Juan, que ahora
lleva un DIU y viste jersey y pantalón, “mi esposo quería otro, pero con la
falta de dinero, no podemos tener más”. El abandono paulatino de la agricultura
por trabajos más estables y un primer intento de inculcar la planificación
muestran aquí una brecha generacional donde la mayoría de familias viven de lo
que les da el campo.
La falta de dinero lo marca todo
en la familia. Reúnen entre 3.000 y 4.000 pesos al mes (unos 200 euros) entre
lo que sacan el padre y la madre. Marciano Domínguez (32 años) es carnicero de
profesión pero últimamente solo consigue trabajos esporádicos, casi siempre en
el campo, de donde a veces vuelve con verduras para cenar. Juan está en casa,
cuida de vez en cuando el bebé de una maestra y vende lo que encuentra en el
mercado del pueblo los domingos: ropa usada que le manda su hermana del Distrito
Federal u objetos que ella misma produce con materiales reciclados: “Las flores
de palo se venden bien porque como no hay que regarlas, duran mucho”, celebra.
Desde que sus manos se lo
permiten, los niños contribuyen a la economía familiar. Carlos Uriel, de cinco
años, el primogénito, los fines de semana y las vacaciones acompaña a su papá
al campo: “Desde que cumplió cinco lo mandamos a cuidar chivos, limpia, barre,
acumula leña… si no va, se queda conmigo, pero lo pongo a trabajar. Ahorita hay
niños que no hacen nada, no los ponen a hacer nada y no saben hacer nada”. Él
sabe cómo calmar a su hermana pequeña cuando llora y saca la libreta de tareas
después de comer para dejar los deberes hechos ya el viernes por la tarde. Le gusta
mucho la escuela y, de mayor, quiere ser albañil y comprarse un celular y un
terrenito donde construir una casa más grande que la que tienen sus padres.
“Cuando se porta mal, le digo que lo voy a sacar de la escuela y lo voy a
mandar con su papá, chilla”, cuenta Juan, orgullosa de que a sus niños les
guste tanto estudiar.
Según estadísticas oficiales, en
México, uno de cada ocho menores del país trabaja y de esos ocho, uno tiene
menos de 13 años.
Juliana Juan dio a luz por
primera vez a los 20 años, una edad razonable en una zona donde muchas mujeres
quedan encintas en la adolescencia. Su segundo parto, el de Dulce Esmeralda,
ahora de tres años, fue en la casa. “No me dio tiempo a llegar… ¡ni dolores me
dio!”, exclama. Este tipo de partos imprevistos y apresurados, incluso en la
calle, de camino al hospital o en una sala de espera por falta de atención médica,
son habituales en México.
El 29 de octubre del 2012 llegó la
tercera. Ella nació en el Hospital de Tamazulápam del Espíritu Santo, una localidad
a dos kilómetros de Ayutla y pesó 3.950 gramos. Después de 24 horas de
observación luego del parto, no volvió a pisar ese hospital. Nunca ha padecido
una enfermedad grave y, cuando tiene alguna “gripita”, la llevan al centro de
salud del pueblo, pero no siempre la puede ver el médico. “A veces le dan algún
medicamento, no más. Otras, nos dicen que no volvamos porque tienen demasiada
gente o porque se acabó el horario”, sonríe la madre. Enciende la radio y suena
un disco alegre de un cantante de Ayutla que la hace bailar con su niña, de
ojos grandes, negros y una sonrisa que cepilla dos veces al día.
En Ayutla no hay pediatras. El
mismo médico se encarga de rellenar una cartilla en la que constan seis visitas
para controlar el peso: cinco kilos y medio a los dos meses, seis a los cuatro,
seis y medio a los seis… 11,5 kilos en su última revisión (mayo del 2014). El
médico califica de “normal” la evolución del peso del bebé, que tiene al día
sus vacunas.
La casa donde viven se la
compraron a plazos hace dos años y la siguen pagando. Es un cubículo de cinco
metros por dos, con una tabla de madera y varios cartones por ventana a la que
añadieron, con maderas, una segunda estancia donde tienen la cocina. El baño
está fuera de la casa, tiene las paredes de hojalata y unos cubos de agua
helada para tirar de la cadena. Los niños llevan doble pantalón, forro y, para
dormir, se cubren con varias mantas pese a que los cinco comparten dos camas en
un cuarto donde solo sobra espacio para un armario (en Ayutla nieva entre
noviembre y marzo).
Después de un año de lactancia,
Sayra desayuna café y hierbitas, como llama su madre a la mortaza, un vegetal
comestible que crece en el campo. Juan prepara durante la mañana sopa de tomate
con pasta que sus hijos toman la tarde y la noche. Antes de ir a dormir, un
vaso de leche, si hay: “Está bien cara”, se queja su madre. Frijol, arroz y
tortillas de maíz completan una dieta en la que la carne es un invitado de
honor: “Nosotros no llegamos y comemos pollo. Solo cuando al papá le va bien.
Igual una vez al mes, o más…”, explica. Las verduras que le regalan sus padres,
agricultores en un rancho a unos kilómetros, le permiten preparar una cena más
rica de vez en cuando. Ahora tiene naranjas y chayotes que aguantan desde la
semana anterior. A la vuelta del paseo al colegio, sin embargo, Sayra se queda
dormida sin comer.
Juega con el trapo de su madre,
se sienta en una silla de latas recicladas y orina aún en el pañal. Balbucea
palabras como “mamá”, “papá”, “agua” y “cola” y algunas más en mixe, la lengua
indígena que se habla en la zona y la única que habla su abuela. Sayra hablará
mixe, asegura su madre, pero la nueva generación pone cada vez más obstáculos
para aprender el idioma local y sus sueños se alejan de un modelo de vida
tradicional dependiente de la naturaleza.
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