lunes, 2 de octubre de 2017

El ritmo circadiano



Los científicos estadounidenses Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young han ganado el premio Nobel de Medicina de 2017, "por sus descubrimientos de los mecanismos moleculares que controlan el ritmo circadiano", según el jurado del Instituto Karolinska de Estocolmo, responsable del galardón. El premio está dotado con nueve millones de coronas suecas, unos 940.000 euros.

Gracias en parte a su trabajo, hoy se sabe que los seres vivos portan en sus células un reloj interno, sincronizado con las vueltas de 24 horas que da el planeta Tierra. Muchos fenómenos biológicos, como el sueño, ocurren rítmicamente alrededor de la misma hora del día, gracias a este reloj interior. Su existencia fue sugerida hace siglos. En 1729, el astrónomo francés Jean-Jacques d'Ortous de Mairan observó el caso de las mimosas, unas plantas cuyas hojas se abren durante el día hacia la luz del Sol y se cierran al atardecer. El investigador descubrió que este ciclo se repetía incluso en una habitación a oscuras, lo que sugería la existencia de un mecanismo interno.

En 1971, Seymour Benzer y su estudiante Ronald Konopka, del Instituto de Tecnología de California, dieron un salto trascendental en la investigación. Cogieron moscas del vinagre e indujeron mutaciones en su descendencia con sustancias químicas. Algunas de estas nuevas moscas presentaban alteraciones en su ciclo normal de 24 horas. En unas era más corto y en otras era más largo, pero en todas ellas estas perturbaciones se asociaban a mutaciones en un solo gen. El descubrimiento podría haber merecido el Nobel, pero Benzer murió en 2007, a los 86 años, por una apoplejía. Y Konopka falleció en 2015, a los 68 años, de un ataque al corazón.

El Nobel, finalmente, se lo han llevado Hall (Nueva York, 1945), Rosbash (Kansas City, 1944) y Young (Miami, 1949). Los tres utilizaron más moscas en 1984 para aislar aquel gen, bautizado "periodo" y asociado al control del ritmo biológico normal. Posteriormente, revelaron que este gen y otros se autorregulan a través de sus propios productos —diferentes proteínas— generando oscilaciones de unas 24 horas. Fue “un cambio de paradigma”, en palabras del neurocientífico argentino Carlos Ibáñez, del Instituto Karolinska. Cada célula tenía un reloj interno autorregulado.

La comunidad científica ha constatado desde entonces la importancia de este mecanismo en la salud humana. Este reloj interior está implicado en la regulación del sueño, en la liberación de hormonas, en el comportamiento alimentario e incluso en la presión sanguínea y la temperatura corporal. Si, como ocurre en las personas que trabajan en turnos de noche, el ritmo de vida no sigue este guión interno, puede aumentar el riesgo de sufrir diferentes enfermedades, como el cáncer y algunos trastornos neurodegenerativos, según destaca Ibáñez.

“El sueño es vital para la función cerebral normal. Las disfunciones circadianas se han vinculado a trastornos del sueño, a depresiones, al trastorno bipolar, a la función cognitiva, a la formación de la memoria y a algunas enfermedades neurológicas”, añade el neurocientífico del Karolinska. El síndrome del cambio rápido de zona horaria, más conocido como jet lag, es una muestra clara de la importancia de este reloj interno y de sus desajustes.

El investigador del Karolinska pone un ejemplo con un ciclo de 24 horas, en el que el reloj interno anticipa y adapta la fisiología del organismo a las diferentes fases del día. Si la jornada comienza con sueño profundo y una temperatura corporal baja, la liberación de cortisol al amanecer aumenta el azúcar en sangre. El cuerpo prepara sus energías para afrontar el día. Cuando cae la noche, con un pico de presión sanguínea, se segrega melatonina, una hormona vinculada al sueño.

Estos ritmos internos se conocen como circadianos por las palabras latinas circa, alrededor, y dies, día. La comunidad científica sabe ahora que estos guiones moleculares “alrededor del día” surgieron muy pronto en los seres vivos y se conservaron a lo largo de su evolución. Existen tanto en formas de vida de una sola célula como en organismos multicelulares, como hongos, plantas, animales y seres humanos.

En el momento de su descubrimiento, Hall y Rosbash trabajaban en la Universidad Brandeis, en Waltham, y Young investigaba en la Universidad Rockefeller, en Nueva York.