jueves, 11 de febrero de 2010

Deprimente en verdad...

NOTICIAS DEPRIMENTES DE LOS ANTIDEPRESIVOS

POR SHARON BEGLEY CON SARAH KLIFF

Newsweek, 07 de febrero del 2010.

Aunque apenas comienza el año, ya ha surgido mi primer dilema moral. A principios de enero, un amigo mencionó que su resolu­ción de Año Nuevo era superar la depresión crónica de una vez por todas. A través de los años ha probado una fortuna en medicamen­tos antidepresivos y ninguno le ha ayudado de manera duradera; encima, cuando los efec­tos colaterales comenzaban a manifestarse obligándole a interrumpir el tratamiento, los síntomas de abstinencia (desde calambres, mareos y dolor de cabeza) eran insoportables. Por ello, me preguntó si en mis investigaciones había topado con algo que le ayudara a tomar la decisión de utilizar el nuevo antidepresivo que recetó el médico para disipar esa negra nube que no lo dejaba en paz.

El dilema moral es éste: sí, estoy al tanto de los más de 20 años de investigaciones con antidepresivos, desde los antiguos tricíclicos y los nuevos inhibidores selectivos de la recap­tación de serotonina (ISRS; Zoloft, Paxil y el abuelo de todos, Prozac, con toda su progenie genérica) hasta los más novedosos que tam­bién actúan en el nivel de la noradrenalina (Effexor, Wellbutrin). Las investigaciones han demostrado que los antidepresivos son útiles en casi la tercera parte de los pacientes depre­sivos que los usan, hallazgo consistente que es el argumento de un mantra ya conocido: "No hay duda de que la seguridad y eficacia de los antidepresivos se sustenta en sólidas evi­dencias científicas", como escribió hace poco Richard Friedman, profesor de psiquiatría del Colegio de Medicina Weill Cornell, en un edi­torial publicado por The New York Times. Sin embargo, desde un estudio seminal realizado en 1998, dichos hallazgos han sido apuntala­dos por una investigación señera presentada el mes pasado en The Journal of the American Medical Association (JAMA), donde el voca­blo evidencias va acompañado de un enorme asterisco. Es verdad que los fármacos son efi­caces en cuanto a que disipan la depresión de la mayoría de los tratados, pero ese beneficio es apenas poco más notable del que obtendrían si, a ciegas y como parte de un ensayo clínico, los mismos pacientes tomaran una gragea de azú­car, el famoso "placebo". Conforme aumenta la población científica enfocada en el estudio de la depresión y los fármacos que la combaten, sur­gen más y más "evidencias" de que los antide­presivos son, esencialmente, costosas pastillas para el aliento.

En ello estriba el dilema moral. El efecto placebo (es decir, el beneficio médico que se obtiene con una pastilla inerte o cualquier tra­tamiento ficticio) se basa en la santísima trini­dad de la creencia, la expectativa y la esperanza, pero decirle eso a un individuo deprimido que recibe apoyo con antidepresivos o (como mi amigo) que espera superar su problema con esas sustancias, es tanto como echar por tierra su casa de naipes. Explicarles que todo es una cuestión mental, que el beneficio que creen experimentar es como la pluma que el famoso elefante de Disney sujetaba con la trompa para volar (creyendo en que era necesaria), enton­ces la magia desaparece en un torbellino de polvo de hadas. Por eso, en vez de responder a mi amigo de esa manera, me dejé llevar por la cobardía. Claro, le dije, muchas investigaciones demuestran que ese nuevo tipo de antidepre­sivo puede ayudarte. Vamos, quiero mostrarte los estudios de PubMed.

Considero que no soy la única reacia moralmente a desmentir la literatura de los antide­presivos. El primer análisis de 1998 revisó 38 estudios patrocinados por fabricantes con una población total de más de tres mil pacientes deprimidos. Los autores, Irving Kirsch y Guy Sapirstein, investigadores en psicología de la Universidad de Connecticut, detectaron (como todos los demás) que los pacientes ciertamente mejoraban, a veces de manera significativa, con el uso de ISRS, tricíclicos e incluso inhibi­dores de la MAO, una clase de antidepresivos utilizada ya en la década de 1950. Y dicha mejo­ría, demostrada en infinidad de ensayos clíni­cos, es el fundamento de la generalizada afir­mación de que los antidepresivos realmente funcionan. No obstante, cuando Kirsch com­paró la mejoría de los pacientes que tomaban fármacos contra la de quienes tomaban place­bos (los ensayos clínicos suelen comparar la sustancia experimental con material inerte), la diferencia fue minúscula. Las poblaciones que consumían placebos mejoraban hasta 75 por ciento con respecto de los tratados con antide­presivos; en otras palabras, tres cuartas partes del beneficio de los antidepresivos estriba en el efecto placebo. "Nos preguntamos entonces qué sucedía", recuerda Kirsch, actualmente en la Universidad de Hull, Inglaterra. "Se suponía que esas sustancias eran fármacos milagro que ofrecían resultados tremendos".

¿La consecuencia del estudio? La cifra de estadounidenses que tomaban antidepresivos se duplicó al cabo de una década, de 13.3 millo­nes en 1996 a 27 millones en 2005.

Es indiscutible que esos fármacos han ayudado a decenas de millones de personas y Kirsch de ninguna manera aboga porque los pacientes con depresión suspendan sus medi­caciones. Todo lo contrario. Sin embargo, esas medicinas no son necesariamente la mejor opción inicial. Por ejemplo, la psicoterapia ofrece resultados en casos de depresión moderada, grave y muy grave; y aunque en algunos pacientes que combinan la psicotera­pia con un tratamiento inicial con antidepresi­vos a menudo obtienen mejores resultados, el problema es que nadie sabe cómo actúan los medicamentos. El estudio de Kirsch y ahora otros más, concluyen que la mayor parte del efecto de los medicamentos se debe a que los pacientes esperan que les ayuden y no estriba necesariamente en una acción química directa en el cerebro, sobre todo si no se trata de una depresión muy grave.

Como sugiere el inexorable incremento en el uso de antidepresivos, semejante conclu­sión nada puede contra una afirmación simplista como "los antidepresivos funcio­nan" (corolario tácito: "pero no pregunte cómo"). Parte de la resistencia a los hallazgos de Kirsch se debe a su poco modesta actitud —el autor no se granjeó muchos amigos con el provocativo título del reportaje: "Dicen Prozac, pero escucha Placebo" —y tampoco inspiró confianza el hecho de que los editores de la revista Prevention & Treatment publicaran una advertencia en el artículo, diciendo que los autores habían utilizado el metanálisis "de manera controversial". Aunque algunos de los seis comentarios acom­pañantes concordaban con Kirsch, otros más fueron bas­tante hirientes, acusándolo de tendencioso y sosteniendo que los estudios analizados eran defectuosos, extraña acusación por parte de los defensores de los antidepresivos, dado que esos estudios fueron justamente el cimiento para la deci­sión de la Agencia de Alimentos y Medica­mentos (FDA) para aprobar los fármacos. Sin embargo, fue imposible refutar una crítica: Kirsch había analizado sólo unos cuantos estudios con antidepresivos y tal vez, si los incluía todos, los fármacos saldrían mucho mejor librados que los placebos.

Kirsch estuvo de acuerdo y de pronto, reci­bió una carta de Thomas Moore, quien por entonces era el analista de políticas sanitarias de la Universidad George Washington. Podría ampliar su conjunto de datos, sugirió Moore, si incluye todo lo que la industria farmacéutica envía a la FDA —estudios publicados como los que analizó en su trabajo, pero también los no publicados. En 1998, Moore invocó la Ley de Libertad de Información para obtener esos datos de la FDA. El total ascendió a 47 estu­dios patrocinados por compañías (sobre Pro­zac, Paxil, Zoloft, Effexor, Serzone y Celexa) los cuales Kirsch y sus colegas no tardaron en revisar (como comentario al margen, resulta que del total de ensayos clínicos, casi 40 por ciento nunca había sido publicado —cifra sig­nificativamente superior a la observada con otras sustancias, comenta Lisa Bero de la Universidad de California en San Francisco; en general, 22 por ciento de los ensayos clínicos con fármacos jamás llegan a la imprenta. "En buena medida", dice Kirsh, "los estudios no publicados no consiguen demostrar un bene­ficio significativo con el consumo del medica­mento en cuestión"). Según informaron Kirsch y sus colegas, en 2002, en poco más de la mitad de los estudios publicados y no publi­cados los fármacos aliviaron la depresión con casi la misma intensidad que el placebo. "Y el beneficio adicional de los antidepresivos fue menor al observado cuando analizamos sólo los estudios publicados", recuerda Kirsch. En resumidas cuentas, el placebo tuvo una eficacia de alrededor de 82 por ciento con respecto de la respuesta a los antidepresivos (y no 75 por ciento, como calculara sobre la base exclusiva de los estudios publicados).

Entre tanto, tampoco había mucho que cele­brar con el efecto adicional de los fármacos reales, pues representaba apenas 1.8 puntos en la escala de 54 puntos que utilizan los médi­cos para valorar la gravedad de una depresión (consistente en preguntas sobre estado de ánimo, hábitos de sueño y otras donde la mejo­ría del sueño equivale a seis puntos y el control de la inquietud durante la entrevista vale dos puntos). En otras palabras, la significación clí­nica de los 1.8 puntos adicionales de los fárma­cos activos no tenían rele­vancia. En ese momento, Kirsch quedó convencido. “La creencia de que los antidepresivos curan quí­micamente la depresión es completamente equi­vocada", me dijo en enero, la víspera de la publica­ción de su reciente libro The Emperor's New Drug Exploding the Anti-Depressant Myth.

El estudio de 2002 precipitó un debate feroz, pero cada vez más científicos comenzaron a convencerse de que Kirsch (quien goza de enorme respeto por sus investigaciones sobre la respuesta placebo y ha publicado infinidad de artículos científicos) estaba en lo justo. Un equipo de investigadores cuestionó si los antidepresivos eran "un triunfo de la mercadotecnia sobre la ciencia" e incluso los defen­sores de los antidepresivos reconocieron que esas sustancias tenían efectos "relativamente pequeños". "Desde hace mucho que ha dejado de impresionar la magnitud de las diferencias observadas entre tratamientos y controles...", escribieron Steven Hollon y sus colegas inves­tigadores en psicología de la Universidad Van-derbilt,"... lo que algunos de nuestros colegas denominan 'el sucio secreto'". De hecho, la dependencia gubernamental británica que evalúa los tratamientos que ofrecen la efica­cia suficiente para recibir subsidios estatales, ha dejado de recomendar los antidepresivos como tratamiento de primera línea, sobre todo en depresión leve o moderada.

Con todo, aunque los expertos saben que los antidepresivos son apenas mejores que los pla­cebos, pocos pacientes y médicos están entera­dos de este hecho. Algunos doctores han cam­biado sus hábitos de prescripción, comenta Kirsch, pero cada vez más "responden con indignación e incredulidad". Cosa por demás comprensible. Para empezar, la depresión es una enfermedad devastadora, mal diagnosti­cada y peor tratada; y como es obvio, la comu­nidad médica se niega a aceptar la posibilidad de que las sustancias utilizadas en su trata­miento sean un fraude porque, en tal caso, ¿cómo pueden ayudar a sus pacientes?

Pero hay otros dos elementos que con­tribuyen al rechazo de los hallazgos de Kirsch (y ahora, de otros científicos). Primero, los defen­sores de los fármacos no pueden creer que la FDA apruebe el uso de medicamen­tos ineficaces (una explicación sencilla: la FDA requiere de dos ensayos clínicos bien diseñados que demuestren que una sustancia es más efi­caz que un placebo. Dos y nada más -aunque haya muchos otros estudios que desmientan dicha eficacia. Además, las dimensiones de esa "mayor efi­cacia" no interesan, siempre que los resulta­dos tengan significancia estadística). Segundo, los médicos han visto con sus propios ojos y sentido en carne propia que los fármacos disipan las negras nubes que abruman a muchos de sus pacientes deprimi­dos. Sin embargo, como los médicos no tienen la costumbre de recetar placebos, no poseen experiencia comparando cómo funcionan en sus pacientes y por consiguiente, nunca aceptarán que un placebo sea casi tan eficaz como una pastilla que cuesta cuatro dólares. "Cuando recetan un tratamiento y éste funciona", señala Kirsch, "la conclusión natural es atribuir la cura al tra­tamiento". De allí que persista el generalizado refrán de que "los antidepresivos funcionan".

Las compañías farmacéuticas no disputan las estadísticas agregadas de Kirsch, aunque señalan que el promedio está compuesto por algunos pacientes que manifiestan el efecto real del antidepresivo y otros que no. Como dijo un portavoz de Lilly (fabricante de Prozac): "La depresión es una enfermedad altamente individualizada" y "no todos los pacientes responden igual a un tratamiento particular". Además, agrega otro representante de Glaxo-Smith-Kline (GSK; productor de Paxil), los estudios analizados en el artículo de JAMA difieren de los estudios que GSK presentó a la FDA cuando recibió la aprobación para Paxil, "de modo que es difícil hacer comparaciones directas entre los resultados. Este estudio con­tribuye a las abundantes investigaciones que han contribuido a caracterizar el papel de los antidepresivos", que "junto con la asesoría y el cambio en el estilo de vida, son una opción importante para el tratamiento de la depre­sión". Un vocero de Pfizer, creador de Zoloft, también citó la "abundancia de evidencias científicas que documentan el efecto [de los antidepresivos]", y añadió que el hecho de que el efecto de los antidepresivos "suela pare­cerse al del placebo" es "un asunto bien conocido por la FDA, la academia y la industria". Por último, hubo fabricantes que señalaron que Kirsh y los autores de JAMA no estudia­ron sus marcas comerciales. Con todo, incluso el análisis de Kirsch reveló que los antidepresivos son apenas más efica­ces que el placebo (los famosos 1.8 puntos en la escala de depresión), de modo que es posi­ble que Prozac, Zoloft, Paxil, Celexa y demás tengan algún efecto químico que no existe con el placebo —aunque la pequeña ventaja de los fármacos reales con respecto del placebo bien podría no ser lo que parece, me explicó Kirsch una tarde, durante una llamada telefónica desde su hogar en Hull. Analicemos el ejercicio de la investigación farmacoló­gica. Primero, se dice a los voluntarios que recibirán la sustancia o un placebo y que ni ellos ni los cientí­ficos saben quién recibirá qué. La mayoría de los voluntarios espera recibir la sustancia, en vez del pla­cebo y después de ingerir el medicamento descono­cido durante cierto tiempo, algunos voluntarios expe­rimentan efectos colatera­les. ¡Lotería! Primera pista de que reciben la sustan­cia en estudio. Casi 80 por ciento de esas suposiciones son correctas y conforme se desarrolla el estudio, la mayor severidad de los efectos colaterales refleja la mayor eficacia de la sustancia. Entonces, los pacientes piensan que la medicina es tan poderosa que le causa vómi­tos y pérdida del apetito sexual, así que debe ser lo bastante fuerte para acabar con su depre­sión. En suma, cuando los pacientes de un ensayo clínico descubren que están recibiendo la sustancia en estudio en vez del placebo, las expectativas se disparan.

Esto es importante, porque la eficacia de un tratamiento estriba en buena medida en la confianza (que es la base del efecto placebo). De tal manera, los pacientes que adivinan correc­tamente que reciben la sustancia en estudio experimentan un efecto placebo más intenso que los que reciben la pastilla inerte, no expe­rimentan efectos y en consecuencia, se decep­cionan. Esto podría explicar la discreta ventaja de los antidepresivos con respecto del placebo —una ventaja que no deriva de las moléculas químicas, sino de la esperanza y expectativa de los pacientes que participan en los ensayos far­macológicos y adivinan que están recibiendo la sustancia en estudio.

El niño que dijo que el emperador no llevaba ropa no se congració con el resto de la plebe y lo mismo le ha ocurrido a Kirsch. En 2002 concluyó una incipiente cola­boración con un científico de una escuela de medicina cuando éste reci­bió la amenaza de no presentar una solicitud de beca junto con Kirsch si quería volver a recibir fondos algún día. Al cabo de cuatro años, otro científico escribió un artículo cuestio­nando la eficacia de lo antidepresivos y citando la obra de Kirsch. El docu­mento fue publicado en una revista de prestigio, cosa que habitualmente se recibe con elogios de sus colegas. Pues bien, el director de su departamento lo llamó a rendir cuentas y luego de reprenderlo, le advirtió que no vol­viera a relacionarse de manera alguna con Kirsch.

No obstante, la interrogante de si los antidepresivos (que en 2008 alcan­zaron ventas de 9.6 mil millones de dólares en EE UU, según la consul­tora IMS Health) tienen algún efecto real es demasiado importante para ahuyentar a los investigadores, y los proponentes de estas sustancias pre­sentan argumentos cada vez menos convincentes. El más reciente es que los antidepresivos son más eficaces que el placebo en pacientes que pade­cen la depresión más grave.

Tal fue la conclusión del estudio JAMA publicado en enero. Tras el análisis de seis grandes experimentos en los que, como siempre, los pacientes deprimidos recibieron la sustancia en estudio o un placebo, el efecto de la sal activa (es decir, adicional al efecto placebo) fue "de inexistente a insignificante" en pacientes con depresión ligera, moderada o incluso grave, y sólo los pacientes con sínto­mas muy graves (calificación de 23 ó más en la escala estándar) presentaron una mejoría estadísticamente significativa con el fármaco. Estos pacientes representan alrededor de 13 por ciento de la población general con depre­sión. "La mayoría de las personas no necesita una sustancia activa", sentencia Hollon de la Universidad Vanderbilt, uno de los coauto­res del estudio. "Para muchos, una pastilla de azúcar o una charla con el médico es tan bene­ficiosa como el medicamento. En esos casos no importa qué se haga; lo importante es hacer algo". Sin embargo, considera que la situación de los pacientes con depresión muy grave es distinta. "Mi impresión personal es que el efecto placebo hace mucho, pero en individuos con estados muy graves o crónicos es difícil controlar el cuadro y los placebos son poco adecuados", concluye Hollon. Y la razón sigue siendo un misterio, confiesa el coautor Robert DeRubeis, de la Universidad de Pensilvania.

Como todos los científicos que han tocado las traicioneras aguas de la investigación con antidepresivos, Hollon, DeRubeis y sus colegas son muy conscientes de la disparidad entre evidencias e impresión pública. "Los tratantes, responsables de políticas y consumidores desconocen que la eficacia [de los antidepresivos] se ha determinado, eminentemente, mediante estudios que incluyeron pacientes con las formas más graves de depresión", algo que la publicidad no menciona, señalan en el artículo. Los individuos que no tengan una depresión muy grave "derivan pocos beneficios farmaco­lógicos específicos del medicamento en estu­dio. En espera de hallazgos contrarios a los aquí presentados... es necesario renovar esfuerzos para esclarecer el beneficio farmacológico para la mayoría de los pacientes".

Al llegar aquí, el lector frunce el ceño y se pregunta cómo es posible que los antidepresivos (en particular los que elevan los nive­les cerebrales de serotonina) no tengan un efecto químico directo en el cerebro. Sin duda la eleva­ción de los niveles de serotonina corregiría el "desequilibrio quí­mico" de las sinapsis y disiparía la depresión. Por desgracia, la teoría del déficit de serotonina como causa de la depresión se sustenta en el aire. El nacimiento de la teoría es una historia digna de contarse, pero limitémonos a sus aspectos centrales: en la década de 1950 unos científicos descubrieron, por mero acci­dente, que un fármaco llamado iproniazida parecía ayudar a las personas que sufrían de depre­sión. La iproniazida eleva los nive­les cerebrales de serotonina y noradrenalina; en consecuencia, los niveles bajos de esos neurotransmisores debían ser la causa de la depresión. Luego de más de 50 años, la supuesta eficacia de los antidepresivos para incrementar dichos niveles sigue siendo el principal argumento de la teoría del desequilibrio químico causante de la depresión; pero la teoría no puede susten­tarse en ausencia de dicha eficacia y tampoco hay evidencias directas, porque la disminu­ción de los niveles de serotonina no cambia el estado de ánimo de los voluntarios. Encima, el nuevo fármaco tianeptina (a la venta en Fran­cia y otros países, pero no en Estados Unidos) resulta ser tan eficaz como otros antidepresivos del tipo Prozac, los cuales mantienen las sinapsis bien lubricadas de serotonina. ¿Cuál es su mecanismo de acción? Reduce los niveles cerebrales de serotonina. "Si las sustancias que incrementan los niveles de serotonina afec­tan la depresión tanto como los fármacos que disminuyen dicho neurotransmisor", postula Kirsch, "es imposible atribuir los supuestos efectos a su actividad química".

¿Acaso los antidepresivos resultarían más eficaces en dosis más altas? Por desgracia, en su estudio de 2002 Kirsch y colegas descubrie­ron que las dosis elevadas tienen casi la misma eficacia que las dosis más bajas, pues la califi­cación de la escala depresiva de los pacientes mejora de un promedio de 9.97 puntos a 9.57 puntos: diferencia que no tiene significación estadística. Y no obstante, muchos tratantes aumentan la dosis cuando el enfermo no res­ponde a una dosis baja, y muchos pacientes informan sentirse mejor. Pues también hay un estudio para esto. Cuando los investigadores administraron una dosis superior a los suje­tos que no respondían a la terapéutica, 72 por ciento mejoró mucho y sus síntomas disminu­yeron 50 por ciento o más. ¿El problema? Sólo la mitad de los pacientes recibió, realmente, una dosis mayor. El resto, sin saberlo, recibió la dosis original "ineficaz". Así, es difícil explicar el 72 por ciento que mejoró mucho con supues­tas dosis más elevadas, excepto por un incre­mento en sus expectativas: "El doctor elevó mi dosis, así que creo que me sentiré mejor".

Algo así podría explicar por qué ciertos pacientes que no responden a un antidepresivo mejoran con una segunda o tercera sustancia. Esto, que a menudo se describe como "correla­cionar" al paciente con el medicamento, pare­ció quedar confirmado en un estudio federal estadounidense implementado en el año 2006 y denominado STAR*D. Los pacientes que seguían padeciendo de depresión luego de recibir un fármaco, fueron cambiados a un segundo medicamento; los que no mejoraron recibieron un tercer fármaco e incluso una cuarta sustancia. Es suma, no usaron place­bos. A simple vista, los resultados encendieron una llama de esperanza: 37 por ciento de los pacientes mejoró con el primer medicamento, 19 por ciento con el segundo, 6 por ciento con el tercero y 5 por ciento más con el cuarto (sin embargo, la mitad de esta población recayó en menos de un año).

Ahora bien, ¿STAR*D valida la idea de que el secreto de un tratamiento eficaz contra la depresión es correlacionar al paciente con el medicamento? Quizás. O bien, podría ser que las personas que participaron en la segunda, tercera y cuarta rondas mejoraron en su cua­dro depresivo porque hubo cambios en sus vidas o porque la intensidad de la depresión aumenta y disminuye con el tiempo. Dado que ningún sujeto del estudio STAR*D recibió pla­cebo, es imposible concluir con alguna certeza si las mejorías causadas en las rondas dos, tres y cuatro se debieron a que los pacientes cambiaron a una sustancia más eficaz para su caso; es posible que se hubieran obtenido los mismos resultados utilizando un placebo, ¿ver­dad? Pero STAR*D no llevó ese control y en consecuencia, no puede descartar por completo la posibilidad.

Resulta tentador analizar la capacidad del efecto pla­cebo para aliviar la depresión y anteponer un "sólo" en las indicaciones —por ejemplo, las sustancias sólo actúan mediante el efecto placebo. Sin embargo, nada hay de "sólo" en la respuesta placebo, la cual puede ser muy perdura­ble, como reveló un estudio de 2008: "La percepción genera­lizada sobre la brevedad de la respuesta placebo en la depre­sión se fundamenta, en gran medida, en la intuición y el pensamiento ilusorio", escri­bieron los científicos en Jour­nal of Psychiatric Research. La fuerza de la respuesta placebo hace enloquecer a las compa­ñías farmacéuticas porque dificulta mucho demostrar la superioridad de un nuevo medicamento. Por ejemplo, la respuesta a los medicamentos para el dolor, el asma y el síndrome de colon irrita­ble incluye un importante componente pla­cebo, y lo mismo sucede con los tratamientos para padecimientos cutáneos como dermatitis o incluso, la enfermedad de Parkinson. Sin embargo, comparada con el componente placebo de los antidepresivos, la respuesta pla­cebo de dichas sustancias es una fracción más pequeña —digamos, 50 por ciento para el caso de los analgésicos, por ejemplo.

Lo que nos lleva de nuevo al dilema moral. Se calcula que, un año cualquiera, 13.1 a 14.2 millones de adultos estadounidenses sufren de depresión clínica; por lo menos, 32 millo­nes padecen el trastorno en algún momento de la vida; gran parte del 57 por ciento que recibe tratamiento (los demás no se atienden) obtiene beneficios de la medicación; y a fin de que persistan los beneficios, esos pacientes deben depositar toda su fe en las pastillas. De hecho, el propio Kirsch advierte en su libro (en negritas) que los pacientes que tomen tratamiento antidepresivo no deben suspen­derlo repentinamente, puesto que podrían experimentar graves síntomas de abstinencia como calambres, temblores, visión borrosa y náusea, amén de depresión y ansiedad. No obstante Kirsch sabe muy bien que su libro (a la venta esta semana) podría tener el mismo efecto en los pacientes que las multitudes que observaban al elefante de Disney diciéndole que la "pluma mágica" realmente no le daba el poder de volar: Dumbo se vino al suelo. Aun­que amigos y colegas opinan que Kirsch está en lo cierto, muchos se preguntan por qué no cierra la boca, ya que si publicita su hallazgo sobre la eficacia de los antidepresivos (que depende de las esperanzas y expectativas del paciente) podría repercutir seriamente en la eficacia terapéutica. Está bien señalar que la psicoterapia es más eficaz que las pastillas o los placebos, y que ofrece una menor tasa de recaídas. Pero no debemos olvidar el pequeño detalle de la realidad. Los pacientes estadounidenses con depresión reciben atención de médicos de primer nivel, no de psiquiatras —los cuales escasean, sobre todo fuera de las ciudades y particularmente los especializados en niños y adolescentes. Por otra parte, muchos planes de seguro desalientan este tipo de intervencio­nes y muchos psiquiatras no aceptan asegu­rados. Por ello, es posible que mantener a los pacientes en la ignorancia sobre la eficacia de los antidepresivos sea lo más conveniente, sobre todo para quienes esas sustancias representan su única esperanza. O tal vez no. Como demuestra la crítica explícita contra la indus­tria farmacéutica por parte de los autores de un reciente artículo publi­cado en JAMA, cada vez son más los cientí­ficos que creen que ha llegado el momento de abandonar la política de "no preguntes y no res­pondo", y profundizar en las causas de la supuesta eficacia de los antidepre­sivos. Quizá ya sea hora de desvelar el misterio y averiguar en qué con­siste el truco mágico. En cuanto a Kirsch, insiste en la importancia de saber que gran parte del beneficio de los antidepresivos depende del efecto placebo y si los placebos mejoran a las personas, entonces es posible tratar la depre­sión sin fármacos que conlleven graves efectos secundarios, por no hablar del costo. Según él, el reconocimiento general de que los anti­depresivos son la versión farmacéutica de la "ropa nueva del emperador" podría conducir a los pacientes hacia otras terapéuticas. "¿Acaso la verdad no es lo más importante?", pregunta. A juzgar por los efectos de su trabajo, es difícil evitar la respuesta de: "No para muchos".


Aquí el link para que descarguen el archivo de JAMA al que hace referencia el artículo de Newsweek: http://www.megaupload.com/?d=8DRU92FY