martes, 28 de abril de 2020

Comunicado del Colegio Médico de Pichincha del 26 de abril del 2020


Pues sí, Erika Mejía si que es alguien importante

Llegada de Erika Mejía al Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) el 17 de abril


Erika Mejía en la UCI del Hospital Puerta de Hierro


Por Juan Diego Quesada

Erika Mejía se quedó sin empleo en noviembre de 2018 cuando su patrona, Milagros Centenera, una anciana de más de ochenta años enfermó y murió en cuestión de días. Las dos mujeres convivieron durante un par de meses en un piso de dos habitaciones y dos baños en el centro de Guadalajara en España. Por las mañanas bajaban a dar un paseo. Mejía empujaba la silla de ruedas de Centenera. Acababan en alguna terraza tomando un café, al sol. La mayor le enseñó a la joven a jugar al dominó. Mientras movían las fichas se ponían de fondo música de Rocío Dúrcal y Julio Iglesias. Cuando se aburrían se sentaban alrededor de una mesa camilla y pasaban horas contándose la vida la una a la otra. Centenera le hablaba de la España de antes, de lo distinto que era todo. Mejía, de 37 años, le describía Omoa, de 47.287 habitantes, el pueblo de Honduras donde creció, con su embarcadero, el mar y las casitas de los pescadores en la orilla. Allí seguían viviendo sus tres hijas, a las que crio sola y a las que dio estudios. En la muñeca llevaba tres palomas tatuadas para tenerlas siempre presentes.

La hija de su antigua empleadora, Inés Samaniego, la contrató en diciembre de 2018 como asistenta de hogar a media jornada. Veinte horas semanales. Un trabajo en el que estaba contenta, según sus conocidos, cuando repentinamente contrajo la CoVID-19. Al principio, se manifestó como un molesto dolor de oído. En los días siguientes comenzó a sufrir dolor de estómago y mareos. La fiebre le subió a 40 grados. Los pulmones dejaron de funcionarle con normalidad. En solo cinco días, Erika Mejía se colocó en el umbral de la muerte.

Al principio, permanecía despierta y en contacto con los suyos. Se comunicaba sobre todo con su hermana Alma, la persona que la animó a vivir en España. También se mensajeaba con Samaniego, a quien le confesó que estaba muy asustada. Durante esos días fue el cumpleaños de uno de sus nietos y a ella se le pasó por alto. Su jefa le pidió que no se preocupara, que bastante tenía ya. Cuando acabara todo esto irían las dos a comprar un regalo. Lo enviarían a Honduras por paquetería.

La situación de Erika continuó empeorando. Antes de ingresar en la unidad de cuidados intensivos (UCI) del hospital universitario de Guadalajara, el 12 de abril, le envió un mensaje por WhatsApp a su sobrino: “Dile a tu madre que creo que me van a meter a la UCI y me van a intubar”. Los médicos llamaron a su hermana Alma por teléfono y le dijeron que se preparara para lo peor.

A la vez, la dirección del hospital pidió su traslado urgente al Hospital Puerta de Hierro de Madrid, donde podrían conectarle a un ECMO, un soporte artificial que sustituye la función que el pulmón no puede hacer. Solo de esa manera podría continuar con vida. En ese momento no fue posible porque los hospitales de Madrid estaban desbordados. Dos días después, desde Guadalajara, se insistió en la petición: o se llevaba a cabo de inmediato o la paciente no aguantaría más.

Se puso entonces en marcha una operación a gran escala para rescatar a Erika Mejía. Se trató de uno de los traslados más complejos entre hospitales y comunidades autónomas de toda la crisis de la CoVID-19. En medio de una pandemia que ha puesto en jaque a una nación entera, con más de 23.500 muertos hasta este martes, el sistema se puso en marcha para salvarla.

A las ocho de la tarde del pasado 17 de abril, un helicóptero del Summa 112, el servicio de urgencias de la Comunidad de Madrid, se posó en el helipuerto del hospital para recoger a dos médicos intensivistas y dos enfermeros perfusionistas. “Había que intentarlo”, recuerda el jefe de Servicio de Cuidados Intensivos, Juan José Rubio, de 67 años. A esos cuatro profesionales se sumaron otros dos que viajaban en ambulancia por carretera.

Era la primera vez que el personal de este hospital colocaba un ECMO fuera de sus instalaciones. En las condiciones de salud de Erika Mejía, el traslado en ambulancia era muy delicado. Estaba dormida cuando los médicos entraron por la puerta. Iban vestidos con trajes especiales. Prepararon las zonas que bordeaban su cama con paños estériles. Después se llevó a cabo lo que los profesionales consideran “una agresión al cuerpo”: la introducción de dos cánulas gruesas por las venas (la yugular y la femoral) localizadas previamente con un ecógrafo. Las vías se conectaron a la máquina. Al minuto, su oxigenación mejoró.

Era de noche cuando sacaron a Erika Mejía por la puerta, postrada en una camilla. Iba rodeada de cables y tubos. La subieron con cuidado a la ambulancia. “¡Muy bien!”, dijo en alto una de las médicas cuando la paciente quedó acomodada en el interior. El vehículo encendió las luces de sirena y enfiló a baja velocidad la carretera oscura. De madrugada, Mejía quedó instalada en la nueva UCI donde se iban a ocupar de ella a partir de ahora. Dos máquinas, el ECMO y el respirador, respiran por ella y dan descanso a sus maltrechos pulmones.

Actualmente, permanece en la UCI y su estado sigue siendo crítico. Los sanitarios la colocan bocabajo para mejorar su respiración. Creen que la obesidad que padece desde niña puede ser uno de los motivos que el virus la haya atacado con tanta dureza. En ocasiones, el doctor Rubio le habla para ver si responde. A veces mueve la cabeza, semiinconsciente.

El médico explica que el coronavirus es desconcertante. “Se comporta de forma extraña. Me sorprende cada día. Da miles de problemas. Afecta a la coagulación, la piel, genera problemas neurológicos, trastornos hematológicos, infartos asociados, ictus, y en pacientes jóvenes y sanos como Erika no te lo explicas”.

—Llevo 40 y pico de años en intensivo. He pasado la colza, el sida... Y, sin embargo, esto es lo más grave que me he cruzado nunca.

—Yo también, y eso que no llevo tantos años, le contesta su compañera en esta crisis, Ana González, jefa de anestesiología y reanimación.

—Todavía estás a tiempo de vivir una más gorda.

—Espero que no. Esto ha sido durísimo.

La noche del traslado de Erika Mejía, cuatro mujeres con bolsas en las manos observaban la escena en la puerta del hospital. Vieron la ambulancia en la que introducían a la paciente, más otra de apoyo con material médico necesario. A eso se añadían dos vehículos más con profesionales del Summa, por si había alguna complicación. Una pareja de guardias civiles en moto escoltaba la imponente caravana.

—Debe de ser alguien importante, dijo una de las mujeres.

Dentro iba Erika Mejía, hondureña, 37 años, vecina de Guadalajara, asistenta de hogar a media jornada, con el sueldo de quien trabaja 20 horas semanales y no le da más que para vivir en un piso que comparte con otras dos familias, donde siguen con entusiasmo las telenovelas turcas en televisión y salen a bailar ritmo punta, un baile hondureño, en la sala Rumba, regentada por un español.