Llegada de Erika Mejía al Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) el 17 de abril
Erika Mejía en la UCI del Hospital Puerta de Hierro
Por Juan Diego
Quesada
Erika Mejía se
quedó sin empleo en noviembre de 2018 cuando su patrona, Milagros Centenera,
una anciana de más de ochenta años enfermó y murió en cuestión de días. Las dos
mujeres convivieron durante un par de meses en un piso de dos habitaciones y
dos baños en el centro de Guadalajara en España. Por las mañanas bajaban a dar
un paseo. Mejía empujaba la silla de ruedas de Centenera. Acababan en alguna
terraza tomando un café, al sol. La mayor le enseñó a la joven a jugar al
dominó. Mientras movían las fichas se ponían de fondo música de Rocío Dúrcal y
Julio Iglesias. Cuando se aburrían se sentaban alrededor de una mesa camilla y
pasaban horas contándose la vida la una a la otra. Centenera le hablaba de la
España de antes, de lo distinto que era todo. Mejía, de 37 años, le describía
Omoa, de 47.287 habitantes, el pueblo de Honduras donde creció, con su
embarcadero, el mar y las casitas de los pescadores en la orilla. Allí seguían
viviendo sus tres hijas, a las que crio sola y a las que dio estudios. En la
muñeca llevaba tres palomas tatuadas para tenerlas siempre presentes.
La hija de su
antigua empleadora, Inés Samaniego, la contrató en diciembre de 2018 como
asistenta de hogar a media jornada. Veinte horas semanales. Un trabajo en el que
estaba contenta, según sus conocidos, cuando repentinamente contrajo la CoVID-19.
Al principio, se manifestó como un molesto dolor de oído. En los días
siguientes comenzó a sufrir dolor de estómago y mareos. La fiebre le subió a 40
grados. Los pulmones dejaron de funcionarle con normalidad. En solo cinco días,
Erika Mejía se colocó en el umbral de la muerte.
Al principio,
permanecía despierta y en contacto con los suyos. Se comunicaba sobre todo con
su hermana Alma, la persona que la animó a vivir en España. También se
mensajeaba con Samaniego, a quien le confesó que estaba muy asustada. Durante
esos días fue el cumpleaños de uno de sus nietos y a ella se le pasó por alto.
Su jefa le pidió que no se preocupara, que bastante tenía ya. Cuando acabara
todo esto irían las dos a comprar un regalo. Lo enviarían a Honduras por
paquetería.
La situación de
Erika continuó empeorando. Antes de ingresar en la unidad de cuidados
intensivos (UCI) del hospital universitario de Guadalajara, el 12 de abril, le envió
un mensaje por WhatsApp a su sobrino: “Dile a tu madre que creo que me van a
meter a la UCI y me van a intubar”. Los médicos
llamaron a su hermana Alma por teléfono y le dijeron que se preparara para lo
peor.
A la vez, la
dirección del hospital pidió su traslado urgente al Hospital Puerta de Hierro
de Madrid, donde podrían conectarle a un ECMO, un soporte artificial que sustituye
la función que el pulmón no puede hacer. Solo de esa manera podría continuar
con vida. En ese momento no fue posible porque los hospitales de Madrid estaban
desbordados. Dos días después, desde Guadalajara, se insistió en la petición: o
se llevaba a cabo de inmediato o la paciente no aguantaría más.
Se puso entonces
en marcha una operación a gran escala para rescatar a Erika Mejía. Se trató de
uno de los traslados más complejos entre hospitales y comunidades autónomas de
toda la crisis de la CoVID-19. En medio de una pandemia que ha puesto en jaque
a una nación entera, con más de 23.500 muertos hasta este martes, el
sistema se puso en marcha para salvarla.
A las ocho de la
tarde del pasado 17 de abril, un helicóptero del Summa 112, el servicio de
urgencias de la Comunidad de Madrid, se posó en el helipuerto del hospital para
recoger a dos médicos intensivistas y dos enfermeros perfusionistas. “Había que
intentarlo”, recuerda el jefe de Servicio de Cuidados Intensivos, Juan José
Rubio, de 67 años. A esos cuatro profesionales se sumaron otros dos que
viajaban en ambulancia por carretera.
Era la primera
vez que el personal de este hospital colocaba un ECMO fuera de sus
instalaciones. En las condiciones de salud de Erika Mejía, el traslado en
ambulancia era muy delicado. Estaba dormida cuando los médicos entraron por la
puerta. Iban vestidos con trajes especiales. Prepararon las zonas que bordeaban
su cama con paños estériles. Después se llevó a cabo lo que los profesionales
consideran “una agresión al cuerpo”: la introducción de dos cánulas gruesas por
las venas (la yugular y la femoral) localizadas previamente con un ecógrafo.
Las vías se conectaron a la máquina. Al minuto, su oxigenación mejoró.
Era de noche
cuando sacaron a Erika Mejía por la puerta, postrada en una camilla. Iba
rodeada de cables y tubos. La subieron con cuidado a la ambulancia. “¡Muy
bien!”, dijo en alto una de las médicas cuando la paciente quedó acomodada en
el interior. El vehículo encendió las luces de sirena y enfiló a baja velocidad
la carretera oscura. De madrugada, Mejía quedó instalada en la nueva UCI donde
se iban a ocupar de ella a partir de ahora. Dos máquinas, el ECMO y el
respirador, respiran por ella y dan descanso a sus maltrechos pulmones.
Actualmente,
permanece en la UCI y su estado sigue siendo crítico. Los sanitarios la colocan
bocabajo para mejorar su respiración. Creen que la obesidad que padece desde niña
puede ser uno de los motivos que el virus la haya atacado con tanta dureza. En
ocasiones, el doctor Rubio le habla para ver si responde. A veces mueve la
cabeza, semiinconsciente.
El médico
explica que el coronavirus es desconcertante. “Se comporta de forma extraña. Me
sorprende cada día. Da miles de problemas. Afecta a la coagulación, la piel,
genera problemas neurológicos, trastornos hematológicos, infartos asociados,
ictus, y en pacientes jóvenes y sanos como Erika no te lo explicas”.
—Llevo 40 y pico
de años en intensivo. He pasado la colza, el sida... Y, sin embargo, esto es lo
más grave que me he cruzado nunca.
—Yo también, y
eso que no llevo tantos años, le contesta su compañera en esta crisis, Ana
González, jefa de anestesiología y reanimación.
—Todavía estás a
tiempo de vivir una más gorda.
—Espero que no.
Esto ha sido durísimo.
La noche del
traslado de Erika Mejía, cuatro mujeres con bolsas en las manos observaban la
escena en la puerta del hospital. Vieron la ambulancia en la que introducían a
la paciente, más otra de apoyo con material médico necesario. A eso se añadían
dos vehículos más con profesionales del Summa, por si había alguna
complicación. Una pareja de guardias civiles en moto escoltaba la imponente
caravana.
—Debe de ser
alguien importante, dijo una de las mujeres.
Dentro iba Erika
Mejía, hondureña, 37 años, vecina de Guadalajara, asistenta de hogar a media
jornada, con el sueldo de quien trabaja 20 horas semanales y no le da más que
para vivir en un piso que comparte con otras dos familias, donde siguen con
entusiasmo las telenovelas turcas en televisión y salen a bailar ritmo punta,
un baile hondureño, en la sala Rumba, regentada por un español.
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